25 de junio de 2005

Pablo: En ruta


Al llegar a la entrada del suburbano una anciana llama mi atención. Sus manos están ocupadas. Ambas. En una sujeta una bolsa que parece muy pesada, por el modo en que se entreabren los dedos de esa mano. El logotipo de "pollo al ast" está decolorido. Dentro parece contener algunos moldes de aluminio, de esos que permiten ilusionarse al comprador con la idea de "siempre caliente".

El de abajo -hay dos moldes en la bolsa, lo sé sin saber cómo explicarlo. Cosas del cerebro.-, más voluminoso, debe contener el pollo asado; el de arriba, más largo y cuadrado, las patatas o quizás pimientos verdes, o salsas, o todo revuelto en una pastizara -los complementos suelen ser más caros que lo principal, el bolso, zapatos, gafas de sol, pañuelo y ropa interior, más que el propio traje; pimientos y patatas a la inglesa más que el pollo-.

No me he fijado en ella porque sí.

En la otra mano sujeta una correa extensible, al extremo de la cual un diminuto perro, un yorkshire terrier, permanece sentado, quemándose el trasero -los pelos del trasero, claro- sobre la acera, observando el ímprobo esfuerzo que le supone al ama abrir un monedero de cierre en zig -ese broche de metal, que consiste en dos piezas gemelas y opuestas, izquierda y derecha, que al entrecruzarlas con un esfuerzo mayor a medida que pasa el tiempo, dejan atrapadas en su tripa las monedas, los sellos y algún que otro recibo automático (sinónimo de ticket).

- ¿Puedo ayudarla?

Me miró y su expresión fue cambiando progresivamente de la sonrisa aquiescente a la desnudez de sentimientos.

- ¡Socorro! Gritó.

Me apresuré a bajar las escaleras del suburbano y a perderme en su profundidad. Espera mi cuñado.

- ¡Uno sencillo, por favor! El trabajador de la taquilla expendedora de billetes me miró. Raro. Él era raro. Me miró raro. Cogí el billete de metro y salí zumbando, escaleras abajo. Tres al final. Es que en las automáticas, las escaleras automáticas, no puedo controlar el numero de escalones.

El letrero electrónico, el luminoso, anuncia: Próximo tren en 2'. Me quedo mirándolo para que los segundos se consuman entre mi deseo por llegar pronto y el movimiento sin fin de la frase del cartel, formada por diminutos leds o diodos -no sé- de color rubí.

Oigo el sonido del convoy, más y más próximo; un viento cálido y con olor a consumido, como restos de café con leche en el borde de una taza, acompañan a la irrupción de la mole. Dentro del vagón que ejerce de cabeza tractora se ve la figura de un humano con camisa de uniforme, calva voluntaria y cigarrillo en la comisura.
Cuando me aproximo al vagón escucho una voz reconocible:

- ¡Socorro!

Es la anciana de la superficie a quien un sujeto acaba de robarle el yorkshire terrier, con el que huye escaleras arriba.

La cadena extensible cuelga de la mano de la señora. Parte de la cadena roza el suelo. En la otra mano sujeta la bolsa de "Pollo al ast".

Cuando llegue a su casa la comida se habrá convertido en légamo del Mediterráneo, por lo menos.

Aunque si alguien la acompaña a presentar una denuncia en comisaría, los polis pueden llegar a gradecer el detalle de la abuela. Ya me los imagino.

- ¡Mi perro, mi perro, mi bonita Yoli!

- ¡Señora! ¿Qué tenemos en esa bolsa?

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