14 de junio de 2006

Pablo: Der Bayerischen Modernistchen Bauhaus


El escaparate del local permitía ver un mostrador refrigerado de unos cuatro metros de largo, sobre el que exudaban un par de jamones en su tercera juventud, entecos. Las bandejas, semivacías, mostraban unas ristras de choricitos del infierno y de morcillas amojamadas, rodeadas por el líquido viscoso depositado por los perniles ibéricos, dándole a la vitrina un aspecto de cuadro hiperrealista, de obra naturalista.

Ella salió del restaurante acompañada por un hombretón pelirrojo, vestido de payés balear, camisa oscura, casi negra, de fina raya gris, pantalón liso del mismo color, y espardenyes. Lucía una gran llave alrededor del cuello y dos medallas militares sobre la pechera. Fumaba una pipa de maíz y rodeaba la cintura de la chica con una manaza enrojecida y velluda.

Ella nos presentó, sin mencionar su nombre, con un: "Este es Pablo"; estrechamos nuestras manos –él me la trituró-, me miró de forma anómala, entre bisojo y afectuoso, interrogante en cualquier caso. Pensé que se acostaba con ella; que mientras lo hacían esos ojos estrábicos quedarían en blanco enseñando un hilillo de espuma se le escaparía de la comisura, un tanto caída hacia la izquierda, en mueca cínica. Me recordó a otro pelirrojo. Pero soy mal fisonomista, hasta el extremo de encontrarme con mi abuela en la cola de la panadería y no reconocerla, aunque en ese momento la esté observando haciendo mimitos a la criatura de alguna compradora.

Esa imagen, la de ambos tumbados donde yo acababa de hacerlo, me provocaba la sensación de proximidad a este hombre. Ella –porque aún desconocía su nombre- nos acercaba. Caí en la cuenta de que había disfrutado por primera vez, de una relación completa con una persona desconocida, con esta mujer. Bueno, la primera vez que lo había hecho con cualquier otra persona fuera de mi imaginación. Pero, ¿acaso no era eso lo que buscaba al entrar en aquella perfumería, detrás de ella?

Caminamos durante unos minutos hasta detenernos delante de una puerta de doble hoja, en madera repujada con motivos de abanico y dos enormes aldabas de igual forma. El mozetón de pelo y barba taheños abrió la puerta con la enorme llave y encendió la luz del almacén de ferretería. Eran un conjunto de luminarias festivas, como las que se ubican en las calles en día de fiesta, situadas cerca del techo, del que colgaban formaban el esqueleto multicolor de una carpa de feria o de circo. La nave había sido una antigua caballeriza o cuadra. Cada uno de los establos estaba decorado con un letrero de neón, señalizando las diversas secciones del local: Papelería, ferretería, armería, jardinería…

Nos dirigimos a la zona de ferretería. La pared ubicada tras el mostrador estaba cubierta por un mural con cajones diminutos, señalizados con claves numéricas escritas con rotuladores de diversos colores. No existía un orden en el uso de esos colores. Parecía como si a medida que hubieran ido gastándose los de uno, hubieran empleado otros, al albur. El efecto quedaba un tanto desordenado.

El bermejo se adentró en el antiguo establo y me preguntó, forzando el rictus de la cara:

-¿Qué va ser entonces?

Le di el papel, lo leyó, abrió diversos cajones y fue colocando sobre la tabla varios rollos de bramante y de etiquetas. Mientras hacía su trabajo eché un vistazo a las distintas secciones. En la de papelería destacaba una hornacina de pie, como un expositor en forma de cubo, que giraba sobre un eje y exhibía plumas de escritura de una belleza y antigüedad, sorprendentes. Junto a él, una mesa auxiliar mostraba algunos folletos de viaje de Julia Tours. Un peculiar conjunto, que a lo mejor guardaba la lógica de la escritura con pluma. Si comprara una y me fuera de viaje, lejos, podría enviar tarjetas postales escritas sobre el velador de una terraza de cafetería, escritas en tinta de color sepia o azul tungsteno. Una imagen que me trajo otras a la cabeza, como la de un espía en alguna película antigua que utilizaba una Parker 51 para enviarle una nota secreta a otra persona sentada unas mesas más allá de la suya.

-¡Ya está todo! ¿Para qué es todo este material?

Salí de mi ensimismamiento, cerré la pluma, mentalmente, antes de que la tinta se secara y contesté:

-Para unas muñecas. Unas muñecas chinas.

-¿Mercado nacional o de exportación?

-Para Europa, creo. Se fabrican en Madrid.

-Entonces te añado dos rollos de marcación. En total veinte mil etiquetas.

Lo introdujo todo en una caja de madera de balsa, rotulada con el nombre Chiquita, salió del mostrador, saltando con agilidad sobre él y la depositó en el suelo. Le di el dinero; sin mirarlo se lo guardó en el bolsillo trasero, me dio una factura sellada con unos extraños signos, cirílicos o griegos, porque no los entendía, cogí la caja y nos encaminamos hacia el fondo de la nave. Salimos por una puerta más pequeña, moderna, de hojas de cristal, que se abrieron de forma automática. Marcó unas cifras en una central de alarma y las hojas traslúcidas quedaron cubiertas por otra metálica, que lucía un logotipo en color rojo: Der Bayerischen Modernistchen Bauhaus. Las letras
capitales se entrecruzaban formando un símbolo, BMB.
Enfrente de nosoros había una torre, de iglesia o ayuntamiento, mostrando un enorme reloj. Marcaba las cuatro menos cuarto.

-¡Los petardos!

Me miraron al unísono, soltándose de la cintura y exclamando al tiempo:

-¿Qué? Definitivamente, entre ellos existía alguna relación.

-¿Tiene usted petardos?

-Llevo alguno en el bolsillo, pero a estas horas muchas personas están durmiendo, así que deberías esperar un tiempo para usarlos, si no quieres salir escaldado del barrio.

-No, que si tiene en la tienda. Para venderme algunos. Es un encargo.

-Sí, claro. Y no me llames de usted, llámame Obdu, de Obdulio. Anda, vamos a dar la vuelta para entrar por la puerta de atrás. ¿Nos esperas aquí con la caja, nena?

Asintió. Dejé la caja en el suelo y caminé detrás del panocho, hasta que llegamos a la puerta de madera. Volvió a abrirla y entramos. Se dirigió al establo señalizado con el letrero de material fungible, sacó un enorme cajón de debajo del mostrador y me preguntó qué tipo de petardos quería.

-Son para mi abuela. Un poco de todo, ¿no? ¿Son muy caros?

-¿Cuánto quieres gastar?

-No tengo dinero ya. Porque antes se lo di, perdón, te lo di todo.

-Entonces, espera un momento. Abrió una trampilla en el suelo, bajó tres escalones y giró el casquillo de una bombilla hasta encender la luz. Siguió bajando por el sótano, hasta que se perdió de vista. Sólo se veía su pelo rojo, mientras revolvía –por el ruido- en algunas cajas de cartón. Volvió a aparecer, con una bolsa en la mano.

-Llévate estos. Te los regalo. Es que ya no se pueden vender, pero funcionan mejor que los legales. A tu abuela le gustarán. He añadido unas bombas de las que explotan al lanzarlas con fuerza sobre el suelo. Le recordarán a su infancia, aunque estas contienen doscientos gramos de explosivo.

-Gracias, Obdu. Tuve la tentación de mirar dentro de la bolsa, pero me contuve, por educación. Al fin y al cabo, eran un regalo.

Caminamos hacia la puerta moderna, por la que salimos. Volvió a marcar la clave y nos encontramos en la calle, nuevamente.

-Bueno, yo tengo que marcharme ya, porque he quedado a las cuatro y son ya, casi. EL reloj de la torre señalaba a las once con su larga aguja, rematada por un pájaro. ¿Un pájaro? Un enorme cuervo descansaba sobre la aguja del minutero. Pensé que a las cuatro y media finalizaría su siesta y de forma bastante abrupta, salvo que se despertara antes.

-Pues date prisa, porque en realidad son las cuatro y media. Ese pájaro hace que se retrase el reloj del campanario todas las tardes.

-¿Volverás? Bueno, aquí tienes mis datos de localización en el universo. La casa nueve, como la llamó alguien hace años.

Me entregó una tarjeta de plástico, como las bancarias, aunque supongo que no contenía saldo, de color verde musgo. Las letras, en blanco, componían sus datos personales, dibujando una espiral, cuyo centro lo ocupaba el nombre, Natalia, seguida por los apellidos, teléfono, email, sms y dirección. Natalia Roig Wasserhung. La miré, sonrió, se acercó y me besó profundamente, como un amante a otro.

-Bueno, llámame cuando puedas o cuando quieras. O mejor, conéctate a Internet y busca mi dirección sms. Pero no lo hagas antes de un año. Deja que volvamos a ser extraños antes del reencuentro. Que el universo fluya.

Le extendí la mano a Obdu, que hizo un gesto deja vu, un saludo cansino. No le había gustado la familiaridad de Natalia con un extraño. A lo mejor le había tocado vivir momentos parecidos en otras ocasiones. El extranjero atracción. La novedad produce una sensación de euforia parecida a la del primer día de vacaciones, cuando dudas entre abrir la maleta y colocar los enseres en el armario o bajar directamente hasta la playa, antes de que se escape la plenitud y se inicie la cuenta atrás. Me eché la caja sobre el hombro, y me puse a caminar en dirección a la plaza donde había quedado con Norberto.

Estaba junto a la fuente central, haciendo un juego de malabares con tres mandarinas frente a dos chicas. La tercera mandarina se le cayó en varias ocasiones. Se agachaba con rapidez y mientras la recogía miraba desde abajo las piernas de las chicas, que reían a carcajadas. Al escuchar el arrastrar de mis pies sobre la gravilla me miró y gritó:

-¡Tú, chico, apúrate!, que quiero presentarte a mis dos buenas amigas Carla y Camila, de Camaguey. ¿No? Anden, díganle al español de donde se me son, princesas.

-¡De Canadá! Nacimos allá, donde dice él, pero tenemos la nacionalidad canadiense. Sus voces, unísono duo de perlas negras, apenas me elevaron la atención un grado. Pensaba en Natalia. Pero sobre todo, estaba concentrado en el peso de la caja sobre mi hombro derecho. En todo el trayecto no había podido cambiarla de lado, por falta de fuerzas para levantarla sobre mi cabeza, así que mi sombra, alargada a estas horas, presentaba a un jorobado de hombro derecho. Un Sísifo de brazos larguísimos.

Al llegar a su altura me salió un ¡Hola! En un hilo de voz.

-¡Chico, sólo eso! Dales un ósculo a cada una de las señoritas. Se bueno. Pero, ¡No jodá que no comiste! Se te ve desmayado. Por cierto, ¿compraste los intereses de Xuan?

-Los compré, los compré. Están en la caja. ¿Puedes ayudarme?

La descargó de mi hombro sin dificultad alguna y la colocó en el suelo. Junto con el material y la bolsa de petardos había una especie de caleidoscopio gigante, un tubo de colores, de los que se emplean para transportar planos o láminas enrollados sobre sí. En el tubo había una nota de color verde, pegada con papel celo. Pero no me pude agachar a verlo. No podía moverme aún. Norberto lo sacó de la caja y me lo acercó, diciendo:

-¿Qué es esto, chico?

Con esfuerzo estiré el brazo que seguía recogido sobre mi hombro, como si aún sostuviera la caja, arranqué la nota del tubo que sostenía él y la leí: "Tampoco está tan mal lo tuyo. Con mil amores repetiría, repetiré. N."

-¿No lo vas a abrir para que lo veamos?

-No, si acaso más tarde. Anda, vámonos hasta la Van y guardamos la caja. ¿Te importa llevarla?

Supuse, bueno, supe lo que contenía la caja. El cuadro del miembro del watusi. Me reí para mis adentros. A partir de ahora me llamaría a mi mismo watusi ante el espejo. ¿Y la lámina? La colgaría en el cuarto de mi abuela. Porque mi madre no permitiría que la pusiera en el mío. Y de paso taparía algún desconchón de la pared. Además, que mi abuela no se opondría a una manifestación de belleza. Con lo que le gusta la zarzuela, algunas de ellas tan desproporcionadas como el desnudo de la foto.

Llegamos a la furgoneta. Por el camino, Norberto me dijo que las chicas viajarían con nosotros hasta el local de carretera en el que habíamos almorzado. Dejamos la caja de madera en la caja del vehículo y nos encaminamos hacia la playa, porque Norberto aún tenía que hacer un recado en la Malvarrosa, en la playa.

En un callejón aparecieron tres figuras delante de nosotros, ataviadas de falleras. Dos muy altas y una tercera del tamaño de un niño de seis o siete años. Se dirigieron a Norberto y cuchichearon durante unos minutos. Él me miró, se encogió de hombros y dijo: ¡Okay, okay!

Las dos falleras mayores, quiero decir, altas, se me acercaron, me tomaron en volandas y me llevaron hacia la furgoneta. Me hacían daño en las axilas. Al llegar hasta ella esperaron a que el dominicano la abriera. La figura pequeña, una mujer muy mayor y de rasgos orientales cogió la caja, hizo una señal a las dos figuras que me sostenían en vilo y nos dirigimos los cuatro hacia un vehículo funerario. Me metieron en la parte de atrás, junto a un féretro pequeño y de color blanco, abierto, en el que había distintas botellas de licor, rodeadas de hielo. Cerraron la portezuela trasera y se acomodaron en el asiento delantero. La figura más pequeña se colocó unos zapatos muy altos, de plataforma, situó unos cojines en el asiento del conductor, se sentó y arrancó haciendo chirriar las ruedas.

Sabía que tenía que decir algo. Pero a lo mejor no me entendían. Las tres figuras tenían rasgos orientales. Durante el trayecto por una autovía de varios carriles, miré los carteles. Uno llamó mi atención: A Manises, 7 kilómetros.

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