20 de junio de 2006

Pablo: Manises Airport

El vehículo era un coche en verdad distintivo. El interior, pintado en tonos celestes, con algunas nubes algodonosas y un sol naciente entre ellas, no respondía a la idea que yo me había hecho de los coches funerarios. La presencia del ataud me había sobresaltado un poco, aunque me tranquilizó su uso como mueble bar o nevera portátil. Me entretuve leyendo las etiquetas de las botellas, todas en caracteres chinos, salvo dos que tenían otros, quizás árabes.

Alguna de las tres figuras puso en marcha un sistema de sonido poderoso. Sonaba música religiosa, como un Requiem; Bien podía tratarse del creado por Mozart. Mi abuela hacía sonar esta música con frecuencia, porque le ayudaba a concentrarse mientras hacía punto de arroz. «Con esta música siempre cuento los puntos del derecho y del revés sin miedo a equivocarme. En cambio, si tu madre cambia el disco por unas rumbas, al final he de deshacer la labor».

Al atravesar una pedanía surgió, como de la nada, un semáforo en rojo. El vehículo frenó en seco. Los cojines de la pequeña figura que conducía se deslizaron del asiento. La fallera se cayó hacia adelante. Una de las espigadas falleras la volvió a ubicar sobre el asiento mientras la tercera sujetaba los cojines deplazados, para que el conductor alcanzara la altura necesaria.

Durante la maniobra, el vehículo se desplazó hacia la derecha, por un pequeño terraplén. Ninguna de las tres reaccionó y yo no podía intervenir desde la caja del vehículo, así que éste se empotró contra la cerca de un almacén de figuras de jardín, de esas de escayola. Varias de ellas aterrizaron sobre el capó. Dos ángeles y un enano de jardín, policromado. Con el choque mi cabeza se estampó contra la tapa del feretro blanco, que se cerró.

Noté el dolor en la cabeza así como en una pierna. Algo me había arañado el trasero. Me acordé del telefóno móvil. Aprovechando la confusión marqué el número de urgencias el 112. Los chinos se giraron al tiempo, extrayendo del escote de su vestido tres punzones idénticos, en forma de alcayata gigante, con los que me apuntaron señalando al corazón. Me asusté. Creí que iban a ensartarme. Tres enormes agujeros sobre mi pecho y sólo dos manos para contener la hemorrágia mientras llegara la ayuda. Confiaba en la duración de la batería del teléfono.

Tras la segunda señal de llamada, que sonó al máximo volumen, por el altavoz exterior, escuché una voz que me resultó conocida, aunque se expresara en un extraño idioma:

-谁是我的电话,这一次fucking杂种

-¿Xuan? Contesté. Los tres chinos falleros se pusieron al unísono de rodillas sobre el asiento, escondiendo las armas.

-¿Pablo? ¿Cómo me has localizado?

-Me han secuestrado, Xuan. Tres señoras falleras disfrazadas de orientales, hemos tenido un accidente, me he asustado y he marcado el 112, el teléfono de ayuda.

-Has malcado el 778, como en una calculadola. Este es mi númelo de segulidad. Sabía que elas bueno, Pablo. Pelo no tanto. Tienes que hacel el tlabajo. Déjame hablal con ellos. Con el pequenio Ling Piao.

Así que me había confundido. Había marcado las teclas inferiores, las de 123 que en un teléfono se corresponden realmente con las de los números 789 en una calculadora. Teclados caprichosos. Benditas casualidades.

-Pueden oilte, Xuan. El altavoz suena muy alto y clalo. ¿Qué tlabajo, digo, trabajo es ese?

-Ya te lo contalé cuando lleguéis al aelopuelto. Ahola, déjame hablal con ellos.

Coloqué el teléfono sobre el ataud. Los chillidos de Xuan eran tan altos, que el requiem se convirtió en inaudible, como una sintonía de fondo, un leve acompañamiento para el locutor.

Cuando terminó de gritar por el teléfono, las falleras salieron del vehículo, abrieron el portalón trasero y pude salir. Las dos falleras más altas se situaron cada una a mi lado, la pequena Ling Piao se puso la caja de fruta sobre la peineta, lanzó un grito de disgusto o de dolor e inició la marcha por el arcén derecho de la calzada. Nosotros le seguimos. Los vehículos pasaban por nuestro lado a mucha velocidad.

Escuché un golpe seco, un frenazo, y la fallera de mi izquierda aparecío de sopetón unos metros por delante de nosotros. La pequeña figura le gritó algo, como fuera de sí, lanzándole un trozo de metal, un resto de alguno de los faros del coche que acababa de atropellarla. Así que la fallera accidentada se puso de pie, como si cumpliera una orden, allí, en medio de la carretera, la peineta clavada en un hombro, el vestido hecho jirones, la cara quemada por el asfalto. Desde el coche que acababa de atropellarla una voz masculina gritó:

-¿Les llevo a algún sitio?

Ling Piao echó a correr hacia el vehículo, sobre las plataformas que usaba para conducir que aún calzaba; la caja de fruta, con las etiquetas para las muñecas, el bramante y la lámina del watusi protegida por el tubo de cartón se bamboleba sobre la peineta del pequeñín. Le seguimos corriendo también nosotros.

Se abrió la puerta trasera del vehículo. Entramos los tres. La caja se le cayó de la cabeza, al tropezar contra la estructura del vehículo. Rodó su contenido, terraplén abajo. Ling Piao se asomó por la ventanilla de la izquierda, le gritó algo -supongo que en chino- a la figura que permanecía en medio de la carretera, mientras la esquivaban los vehículos que circulaban en nuestra dirección. Ésta corrió y se perdió por el terraplén. El coche arrancó.

-¿A dónde quieren que les lleve?

-Aelopuelto, dijo el chino bajito.

El coche arrancó. El motor hacía un ruido extraño. De las juntas del capó se desprendía un humo negro azulado. El conductor, vestido de uniforme, como un chófer de verdad, puso en marcha un taxímetro. Caí en la cuenta de que este vehículo era de color amarillo y negro. Así que los taxis de Valencia tenían estos colores. Como los que había visto en Barcelona. Por televisión, en programas referidos a la Ciudad Condal. Porque nunca había estado allí.

-Les tendré que cobrar el retorno. La zona urbana finaliza aquí, mientras indicaba con su dedo índice una señal de tráfico en el exterior. Me incliné hacia adelante para verla con detalle. Por el retrovisor derecho observé que la fallera china nos seguía, desde el arcén, con la caja sobre la cabeza. Eso debió decirle Ling Piao al gritarle, que la recogiera.

En pocos minutos llegamos a la entrada principal del aeropuerto.
Uno de los chinos sacó una bolsita de debajo de su falda, pagó la carrera y salimos del taxi. La fallera grande señaló a lo lejos. Miramos hacia allá, también el taxista, que se había bajado del vehículo para sopesar los daños. El tercer chino se acercaba a la carrera, sosteniendo la caja sobre una de sus caderas. Desde esta distancia parecía una mujer vestida con un traje de ceremonia y corriendo con los brazos en jarras. Una figura de Sorolla. La Mujer después del baño, pero dibujada por un atáxico.

El taxista se despidió de nosotros. Silbó un par de veces. Se acercaron algunos taxistas y entre todos empujaron el vehículo hacia la entrada al aparcamiento de superficie.
Ling Piao habló con la fallera. Ésta buscó en los bolsillos del delantal negro de su vestido y me entregó un billete de avión, dos pasaportes y un paquete alargado, envuelto en papel de plata.

-¡Gracias! Le eché un vistazo al billete. Era un viaje de ida y vuelta a Dubai. ¿Dónde está eso? Había sacado buenas notas en el colegio, pero no me sonaba el lugar.

Llegó la tercera figura.

Al tiempo sonó el móvil.

Ling Piao lo sacó de entre sus ropas y contestó. Al poco tiempo me ofreció el aparato.


-¿Si?

-Pablo, ya te han entlegado la documentación. Es impoltante que escuches. Tienes que hacel un tlabajo muy delicado allá donde vas a il. Cuando llegues al aelopuelto de la ciudad de Dubai, un coche diplomático te tlasladalá a un hotel de la playa. Allí lecibilás nuevas instlucciones. No pieldas las etiquetas ni el blamante. Tienen que llegal hasta allá y confiamos, confío en ti.

-Xuan, no me queda una moneda. Lo he gastado todo en las etiquetas.

-Ellos te dalán dinelo. Pero tu no te pleocupes. Todo está bajo contlol. El viaje te ocupalá apenas unos días. A tu legleso, si todo va bien, te halemos un contlato de tles meses en el tallel. Pasalás de técnico de calidad a encalgado. ¿Tú contento? Pásame a Ling Piao.

Le dí el teléfono al chino bajito. Hablaron. Cortó la comunicación, hizo que una de las dos largas figuras se pusiera en cuclillas. Se subió sobre ambas rodillas, rebuscó en la caja que ésta llevaba sobre la cabeza y escondió el móvil en la bolsa de los petardos para mi abuela. De un salto se bajó de las rodillas de la fallera, que siguió en la misma postura. Sonó el teléfono. Y una explosión.

-Tú colle, colle. Nosotlos espelal a que tú entles en el edificio y luego malchal. ¡Deplisa!

La ropa de los tres chinos se había convertido en harapos. La cara tiznada, el pelo adornado con las cañas de los cohetes que acababan de explotar, los restos de la caja que le habían protegido en parte de la explosión, estaban tirados por los alrededores. Mientras él seguía en cuclillas. Apareció un vigilante jurado con un extintor. Pero ya no hacía falta. Aún así tiró de la argolla de seguridad y vació el contenido sobre los orientales. Uno de ellos, el de la caja, dió un gran salto desde la posición flexionada y golpeó con su talón el extintor que sujetaba el vigilante. Este resbaló con la espuma del suelo y se cayó.

Entré al aeropuerto y leí los carteles. Era la primera vez que volaba. Me dirigí a un mostrador, saludé y entregué el billete y los dos pasaportes. La señorita me miró con cara de sorpresa:

-Mal empezamos el viaje. Tiene que dirigirse al mostrador 32, allí al fondo. Entregue el billete y sólo uno de los pasaportes. Salvo que viaje su hermano gemelo con usted.

Miré los pasaportes. En ambos aparecía mi foto. En una de ellas con turbante, chilaba y gafas. En la otra, con un tono de piel más oscuro y un gorrito de esos rasta. El nombre en ambos era el mío, ligeramente cambiado: Pablo Al Eresmi, en el primero, Paul Miresmaier, en el segundo. De repente recordé que Dubai era uno de los emiratos árabes. Me guardé el segundo pasaporte en el zapato, di las gracias y me encaminé al mostrador.

Me atendió una mujer vestida con turbante, con un hijab sobre la cabeza y traje de chaqueta, ambos de color negro. Tecleó en un ordenador y me preguntó por el equipaje. Me acordé de la caja. Le pedí disculpas y salí corriendo hacia una de las puertas del aeropuerto. Antes de llegar a ella vi a uno de los chinos que se acercaba con los restos de los paquetes. Me los tendió, envueltos en la chaqueta del vijilante jurado, formando un hatillo; le di las gracias y volví a la mostrador.

-Eso puede llevarlo con usted en la cabina.

Me dio otro billete y el pasaporte y me indicó la puerta 16. Pasé por un arco y sonó una alarma. Me dijeron que me vaciara los bolsillos. Como no llevaba nada en ellos, salvo la tarjeta con lso datos de Natalia, me hicieron pasar a un cuarto estrecho. Me desnudé. Un policía, con guantes blancos, de esos de cirujano, me auscultó.

Luego me dijeron que me vistiera. Cerré todas las cremalleras de los bolsillos del mono, recogí los paquetes desteriorados, hice un par de nudos en la chaqueta que servía de saco y entré en una sala de espera. Abrí el paquete de papel de aluminio que me habían entregado allí afuera. Contenía un bocadillo de mortadela sevillana. Mi preferida. Lo engullí de tres bocados. Busqué una papelera para deshacerme del aluminio. No encontré ninguna, así que volví a la hilera de asientos. Me quité el zapato, saqué el segundo pasaporte y lo envolví con el papel de plata. Un niño, desde el asiento de enfrente me miró, primero con asco, luego con una sonrisa de complicidad. Me notaba rendido. Cerré los ojos. Creo que me dormí.

Me sacó del sopor, del primer sueño la patada del niño. Certera, precisa, infringida con remaches de metal. Alguien debía calzarle con botas antiguas, reforzadas en la puntera. Botas de bombero. Empecé a soñar con bomberos, muñecos vestidos de uniforme azul, casco de plástico, salvo uno de ellos, que lucía gorra. El jefe de los muñequitos g.i. joes, de los madelman. Otra patada me devolvió a la realidad, acompañada de un "dos señoras le buscan, señor".

Abrí los ojos. Primero sorprendido por el término señor que tan ajeno me sonaba. Después por las voces conocidas que llegaban a mi oídos. Miré hacia la zona del arco detector de metales.

Mamá y la abuela, de buenas formas, eso sí, colábanse por el arco detector, arco del triunfo en su caso.

-¡Hijo mío, que ya eres un hombre! ¡Que te vas a Alemania, como tus mayores! ¡Tan orgullosa que estoy!¡Esto es que es por demás, hijo! Que he hablado con Xuan y em ha dicho que te vas a una ciudad, lejísimos, a Dubrai o así, que tienes un trabajo muy importante que realizar allí.
-¡Deja al chico. Que lo vas a asfixiar con tanto beso!¡Qué bonico!
-¡Y mira lo que te traigo!¡Un bocadillín para el viaje y las cosas que se te habían perdido ahí fuera!

Efusivas. Realmente. Dos bocadillos de barra completa, 6 cervezas sin alcohol, tres pepsis, 12 piezas de fruta de verano -melocotones, peras, una piña-, tres tomates, cuatro pepinos, una cebolla, una navaja, dos servilletas de tela y unas tenazas. Sal, vinagre y aceite en una pequeña botella de cristal, de medio litro. Dos platos de loza, tres vasos, una copa y una bolsita con hielos.

Definitivamente, la sala de espera al completo se rindió frente a los encantos humanos.
El agasajo incluía los restos del tubo que contenía la obra que me regaló Natalia, "esto lo decoro yo en un pispas, no te preocupes", palabras de mamá al comprobar el estado de las quemaduras de la lámina que mostraba al watusi desnudo. Junto con el tubo y la pitanza me entregó dos de las bombas falleras.

-Abuela esto es para ti.

Le di la lámina y las bombas.

-Muchas gracias hijo. Y estas, sobre todo, las que se explotan contra el suelo son las que más me gustan. Como no son peligrosas.

Llamaron por los altavoces, me despedí de las dos, recogí los diversos enseres que ocupaban el espacio reservado a tres asientos y me encaminé a la cola del autobús.

-Se bueno.
-Recuerdos de Xuan.
-Llámame cuando llegues.
-¿Tienes dinero?

Estaban eufóricas. Y yo se lo agradecí. Alemania. Dubai. Irse es irse. Sea donde sea.


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2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Pues buen -y surrealista- viaje. Hacía tiempo que no me reía tanto con un post.

Este blog es como un buen vino: mejora con el tiempo.

4:39 p. m.  
Blogger Thalasos said...

Pues muchísimas gracias señor. Las risas compartidas nos hacen más humanos. Y tu blog, sinceramente, me gusta más que este. Será porque no lo escribo yo. Será. Un abrazo, Jordi.

11:37 p. m.  

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