25 de junio de 2005

Pablo: Que espere mi cuñado


Me siento en uno de los que están libres. Doy un respingo, por el dolor.

- ¡Disculpa, chaval!

Un tipo de origen asiático me sonríe desde arriba, mientras desengancha, con una fuerza demoledora, un anzuelo de mi brazo.

- Pero, ¿Qué coño...? Consigo refrenar mi ímpetu de emular a una cebra alfa. Al tipo se le demuda el rictus y la testuz parece amenazar mis apenas consolidados huesos craneales.

- ¡Con cuidado! ¿Eh?

El animal de origen asiático sonríe. Los dientes de oro atestiguan su dureza. Su sonrisa demuestra la tranquilidad que le he otorgado. Mi cobardía se la otorga, que no mi abogado.

Su cerebro me habla directamente, testimonio nonato de la telepatía. Tú te tranquilizas y yo no te zurro, viene a decir, más o menos.

Con la sutileza de una mantis religiosa, me destroza la manga del traje y algo más.

- ¡UahaahahahhayyyyyyyJJJJ!

Se me saltan las lágrimas. Del dolor.

- ¡Peldone senol!

El tren se detiene en mi estación.

- "Próxima parada... Cuzco"

Salgo del vagón, sin mirar atrás y sujetándome el brazo con la mano en la que llevo el periódico. Esta vez no es un periódico antiguo. Un ¡Qué! recogido en una de las papeleras de la estación.

Oigo como se cierran las puertas del convoy. Me vuelvo a mirar. El oriental me mira sonriendo.

Un par de cabezas de pescado asoman en la bolsa que sostiene en la mano.
¿Dónde coño habrá pescado esta cebra beta? Aquí no hay ríos. Bueno, al menos no de los que conocemos por los documentales.

Las 17h20'.

Mi cuñado me mata.

Y mi madre.

Aunque por motivos distintos.

Eso me consuela.

Me quito la chaqueta y la descanso sobre la papelera que contenía el periódico. Me desabrocho la camisa y, antes de quitármela, me desanudo la corbata. Me la guardo - la corbata- en el bolsillo delantero izquierdo. El brazo derecho no puedo ni moverlo.

¡Dolor!

Aunque aún es pronto, de uno de los pasillos emerge una joven, guapa, guapísima, de origen caucásico -centroeuropea del Este, vamos- con unas piernas demoledoras enfundadas en un vaquero elástico de color fucsia o fresa, no distingo tantos colores entre las piernas.

Detengo el gesto de quitarme la camisa.

Detrás de ella aparece un ciego. bueno un perro lazarillo, de color negro, al que sigue un ciego. Le cuelgan los cupones de la solapa de una chaqueta.

¡Me gustaría robársela! Bueno, cambiársela por ésta que ha quedado zaherida con el anzuelo que me han clavado.

Al pasar por mi lado, el perro, un labrador muy bien cuidado, manto brillante, zahino, corneas blancas y bigote enhiesto, como el de un gato, me enseña unos colmillos incompatibles con el término "animal doméstico"; su amo, el ciego, le imita. La dentadura del ciego es perfecta, cada pieza en su sitio.

La chica viajera se aleja, delante del ciego. Tranquila en el interminable pasillo.
Oigo pasos. Cientos de pasos. Me apresuro a curarme el brazo con alguna de las tiritas que siempre llevo en la mochila.

Mientras las busco, una, no una no, dos, sombras me ocultan la luz de los fluorescentes.

- ¡Su documentación, por favor!

Sólo tengo una mano libre, así que le extiendo el paquete de tiritas a una de las dos sonbras.

Me golpea el envés de la mano con su haz y se caen al suelo.
Allí ando. Aquí ando. La camisa sobre el suelo millones de veces pisado, la corbata sobre la papelera, la chaqueta...¡Coño, el ciego me ha robado la chaqueta!

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