9 de diciembre de 2005

Pablo: Mendrugos en casa de galgos.


Llegamos al comedor, ese espacio común, mezcla de sala de visitas y almacén de muebles, chamarilería vetusta. El aparador, aparatoso, la vitrina, que muestra varios juegos de cristalería en desuso y un peluche enorme detrás de ellos, escoltado por varias fotos de boda, antiguas.

María se sienta junto a mi hermana. Yo enfrente.

-Niño, pon el pan y los cubiertos, grita desde la cocina mi madre.

La abuela aparece con un plato de lentejas que sitúa delante de María. El trozo de chorizo que flota sobre el magma de las legumbres me trae a la cabeza el acontecimiento reciente, mi mente a rebufo de las endorfinas que van explotando comoburbujas carbónicas. Deseo aplanado.

-¡Niño, joder!

Retiro la silla de la mesa, despertando la furia de los vecinos del piso inferior por el ruido que emiten las robustas patas. Los muebles estilo falso isabelino despiertan la cólera de los inferiores. De los de la planta inferior, quiero decir.

Suenan golpes de escoba en el techo, en el suelo. El techo de ellos, el suelo nuestro. ¿Sube el ruido o baja? Y la escoba. La escoba sube, impulsada por las manos del vecino.

Llego a la cocina, troceo una barra de pan con las manos. Las judías verdes, la lechuga y el pan, se trocean con las manos. Las patatas, cuando son para guisar, se arrancan, el corte de cuchillo no llega hasta la palma de la mano que sujeta la patata, sino que se tira del trozo hacia el exterior.

Así consiguen las formas irregulares de los guisos del Norte, de los cachelos y los platos de alubias de las…

-¡Date prisa, hijo! Y ve a abrir, que están llamando a la puerta.

Dejo las patatas, digo, el pan, los molonduzcos de pan, como los denominaba aquella niña del colegio, los cachos de pan.

Al pasar por el comedor, con la mano sobre su hombro, evito que sea mi abuela quien se levante a abrir.

-¡Gracias, hijo! Es que es tan bueno, añade, dirigiéndose a María, a quien miro y me devuelve un guiño de inteligencia que hace resucitar las bolitas carbónicas de endorfinas, de alegría.

A la puerta, mi cuñado y el peruano. ¡Qué C… hacen aquí?

-¡Hola, chaval! Mientras con una mano abre la puerta de par en par y con la otra me invita a dejar paso.

-¿Cómo estáis? ¡Hola, mamá! Al llegar al comedor, se ha hecho el amo de la situación.

-¡Qué bien huele! Se sitúa detrás de la silla de María, le toma la mano con la que ella sujeta la cuchara y prueba las lentejas, de la mano de mi..., de la mano de ella. Mi hermana, convertida en una heroína de manga, lo petrifica con la mirada. Al percibirse, el cuñado se acerca a mi hermana e intenta besarla. Ella gira la cabeza, lo suficiente como para que el ósculo se pierda entre las guedejas y la cinta para el pelo.

Amenazan nubarrones.

-¿Has comido, hijo?

-¡No, abuela! Y mi amigo –señalando al peruano- tampoco.

-Pablo, acerca unas sillas y unos cubiertos.

-¡Niño, termina con el pan!

-¡Ya acerco las sillas yo, don Pablo, no se azore! El peruano, con ese castellano antiguo y lisonjero, se carga con las dos sillas en la misma mano.

Miro hacia María, pero sus ojos no pierden ripio de mi cuñado. Me embargan los celos. Las burbujas han dejado paso en mi cabeza a un agua de vichy catalá desbravada.

Amarga acidez en la garganta. Desamparo. Me acerco a la cocina y desbrozo las pistolas de pan, con la furia de un maqui en candanchú, tras una trifulca con tricornios.

-¡El pan no te ha hecho nada! Y abre la puerta, que están llamando.

Gervasio en el descansillo.

-¿Te llegó lo que te envié?

-Un momento Gervasio, ahora se lo devuelvo.

Paso por el comedor, subo las escaleras de dos en dos, olvidándome de terminar en 9 o en 7 pasos, hirviendo. Encima de la cama están los documentos.

Los rompo en mil pedazos, busco por la habitación y encuentro un recipiente donde ubicarlos. Un cenicero recuerdo del Pilar de Zaragoza. Bajo las escaleras. Llego a la puerta y le entrego a Gervasio el cenicero con los restos, trozos de papel amarillo con palabras ilegibles escritas con tinta de color verde.

-Lo he pensado mejor.

-Pues era una gran oportunidad. Espero que no tengas que arrepentirte.

-El fracaso es la madre del éxito incipiente. Basta con acertar en el próximo giro de la ruleta.

-¿Qué dices? No te comprendo.

-¡Par y pasa! Añado, cerrándole la puerta en las narices. En mi bolsillo los talones de comida. Noventa y tantos euros. Esta noche me llevo a María a cenar por ahí. A un sitio de kebabs con reservado para parejas. Siento burbujas otra vez dentro.
Regreso al comedor.

-¿Quién era? Grita mamá desde la cocina.

-¡Se han confundido! Contesto, evitando dar innecesarias explicaciones. Me siento bien, sin el peso de un trabajo amenazador y humillante. Aunque debo pensar seriamente porqué firmé el contrato. ¿Demasiada pulsión negativa? No creo. Demasiado calentón.

Antes de sentarme a la mesa recuerdo que el pan sigue en la cocina. Al levantarme suna un ligero tintineo.

-¡Mi pendiente! Ha rodado por debajo de la mesa. ¡No lo vayáis a pisar, por favor! Es mi abuela, quien emulando a aquella folclórica que en tv, hace años, puso a toda la gente del plató a buscar una joya que había extraviado, intenta que hagamos algo.

-Ya lo busco yo.

Me agacho y me escondo bajo la gran mesa.

Muchos pies y… la falda de María se le ha subido casi a la cintura. Separa sus piernas y puedo ver su precioso monte de Venus, hirsuto, feraz, detrás de la ropa interior de piel de ángel en color blanco. Algunos vellos oscuros escapan de los ribetes de la prenda, a la altura de las ingles.

-¿Lo has encontrado?

-¡Aún no, abuela!

-¡Que nadie mueva los pies, por favor. Es un recuerdo muy valioso para mi.

Estiro la mano, llego hasta su monte. Un vahído de malicia, una sensación dulce, el deseo creciendo. Las piernas se cierran alrededor de mi mano, la caricia estremece a la propietaria de esas fabulosas extremidades.

Retiro la mano. Ahora su sexo se marca nítidamente, mostrando lo que en algún lugar he oído que llaman pata de camello, la marca de sus labios femeninos en la ropa.¡Qué felicidad, que lujo para mi vista!

Mi mano izquierda tropieza con el objeto.

Salgo y se lo entrego a la abuela.

-¡Gracias hijo!

María me observa con rasgos felinos, las pupilas diminutas, como dos rayas negras sobre el verde azulado de un iris profundo.

Vuelvo a la cocina y regreso con el pan.

Mamá me sigue, con una fuente de huevos guisados.

-¡Tres docenas! Y aún quedan más huevos cocidos.

Mamá guisa para familias numerosas. Luego nos toca repetir la pitanza durante un par de semanas, día tras día.

Mi cuñado mancha el mantel con una cucharada de lentejas.

-¡Perdón! Dice con voz infantil, atiplada.

-No pasa nada, añade mi madre, mientras mi hermana levanta el plato de su novio –ex novio me gustaría decir. Mamá coloca dos servilletas de papel entre el mantel y el plato que vuelve a dejar mi hermana sobre la mesa.

Mi cuñado ha sacado un cigarrillo e intenta encender una cerilla con una sola mano, como un vaquero de película. La cerilla se le escapa, prendiéndose al mismo tiempo y encendiendo fuego en las servilletas de papel.

El peruano reacciona con prontitud, volcando la fuente de huevos guisados sobre el plato de mi cuñado, sofocando la lumbre.

-Bueno, pues habrá que mojar sobre el mantel, añade mi hermana, mientras esturrea algunos trozos sobre el mantel.

Todo el mundo hace lo mismo.

-Si queréis preparo unos huevos rellenos. Como ya están cocidos.

A la hora de los postres (dos flanes con nata, cuatro rodajas de piña, un helado de vainilla de medio litro, varias nueces caramelizadas y seis guindas, ¡por persona!) el peruano me entrega un paquete.

-Que nosotros tenemos que marcharnos ya. Aquí tienes lo que necesitarás para mañana. A las 7 en punto en la dirección que encontrarás dentro. Estaba muy bueno todo, señora, muchísimas gracias.

No sé a qué viene lo del paquete. No reacciono de momento. Se levantan ambos y se marchan. Mi hermana les acompaña a la puerta. Les oigo discutir, a ella y a mi cuñado.

Abro el paquete, aún embelesado mentalmente por la visión de las formas de María, tan veladas por la caricia de la piel de ángel sobre su propia piel, como evidentes para mi imaginación tan desbocada.

-¡Qué es esto! Parece la piel de un pingüino. Viscosa. Toco con cierta repugnancia y el tacto plástico del envoltorio de celofán me devuelve a la realidad. Es un smoking muy bien doblado, del que asoma la pechera con chorreras de una camisa de fiesta y una pajarita blanca con un lunar enorme en el centro. ¡La bandera de Japón! El extra de camarero. Definitivamente voy a tener que hacer el trabajito.

- Voy un momento a mi cuarto. Ahora bajo.

Cuando extiendo el traje sobre la cama una tarjeta de visita cae al suelo. La dirección de la embajada en Madrid y un nombre de contacto o una clave: Suriyaki.

Miro el interior de la chaqueta. El forro, de poliéster, está completamente deshilachado. Talla 60. La mía es una 48. El pantalón, talla 26. Uso una 32.

Cuando consigo enfundarme en él, observo que las perneras quedan por encima de mis pantorrillas, cual bermudas largos. En el tiro del pantalón mis atributos adornan tanto o más que la almohadilla de un torero.

-Bueno, digo en voz alta, con unos calcetines largos del tipo ejecutivo y subidos hasta las rodillas, disimularé mañana este entuerto. Y si no ceno hoy, no desayuno al levantarme y me auto administro una lavativa con el enema que emplea la abuela todas las semanas, evitaré que reviente el pantalón.

La chaqueta, no obstante, presenta menos opciones. Tres vueltas de manga dejan asomar las falanges de mi mano izquierda.

- Dos vueltas más y listo. Me insuflo ánimos.

Hago lo propio con la manga derecha. Entra María y al ver mi almohadilla torera se precipita sobre mi, manoseándome.

-No, no, que voy a reventar. El tiro. El tiro.

-¡Ay! Pablo eres un prisillas, cielo. Tendré que tratar tu precocidad.

-No es eso, es el pantalón, el pantalón.

-Pues ahora te lo saco.

-No, no, si haces eso ocurrirá lo peor.

-Ni que fueras un surtidor de horchata, Pablo.

Conseguí levantarme. La cremallera, rota. Las costuras, reventadas. El tiro. Ya no existía. Una falda negra con perneras. En eso se había convertido el pantalón. María abrigó mis partes con las suyas y yacimos muy quietos, muy juntos, sobre el lecho.

-¿No queréis tomar un café antes?

Mi hermana, nuevamente. Esta vez no se quedó en la puerta.

Esta vez gritó la frase a dos centímetros de mi oído.


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2 Comments:

Blogger indah said...

¿Le enviaron a Pablo un smoking australiano?

Aparta, no quiero pan, gracias.
¡Puag! ¡a saber dónde ha..., jo, aparta las manos también :)

"molonduzcos! Joooo, qué peasho palabra para mi colección.

10:02 p. m.  
Blogger Thalasos said...

Te he colocado un reader, un lector de feed burner abajo a la izquierda.
Así podrás leer estas chorradas en negro sobre blanco. Pinchar y verlo como a tí te gusta. Sin que las luces de color complementario te irriten la mirada. De nada.
Un smoking australiano. ¡Qué buena idea! Aún no he incorporado a personaje alguno de las antípodas. Déjame pensar.
Yo tampoco quiero pan, aunque, lo troceó antes de... o sea que debe oler a pan, nada más.
Bsos.

4:19 p. m.  

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