Pablo: Próximo destino. Dubai.
Entré en el autobús llevado por el ritmo que imponían el resto de pasajeros. Nos habíamos convertido en una riada , seiscientas personas invadidas por la urgencia.
Sujeté con fuerza mis posesiones, por temor a perderlas entre los pies de tantas personas y me adentré en el autobús. Era doble, de los que poseen una plataforma circular en el medio que sirve de articulación a los dos vehículos.
Siempre he creído que se trataba en verdad de dos vehículos. y que por avatares y circunstancias se convertían en uno fruto del desgaste del motor de uno y de otras piezas en el otro. Un trasplante del que ambos, donante y receptor salían bien parados.
Me quedé junto a la plataforma, bien agarrado a una de las barras blancas de seguridad. De éstas colgaban unas cinchas de cuero envejecido. Até a una de ellas mis cosas y esperé a que se llenara el bus. A medida que entraban pasajeros, el espacio que ocupaba en la plataforma se iba reduciendo.
Para cuando el conductor decidió arrancar, me encontraba aplastado entre el poderoso brazo de un jugador profesional de algún deporte -Lo sé porque llevaba una medalla de oro, enorme, del tamaño de una pequeña ensaimada, pendiente alrededor de su cuello por una cinta confeccionada con los colores de Francia- y las botas del niño, a quien su madre había decidido proteger de la barahunda tomándolo en brazos.
Una patada del niño en mis testículos me obligó a doblar la rodilla.
Arrancó el autobús. Mi barbilla se encajó en el biceps del deportista, así que con cada giro de la plataforma y la consecuente tensión de su biceps, mi cabeza subía y bajaba. Las patadas del renacuajo se hicieron más frecuentes.
-Estate quieto, Jaime, hijo. Le espetó la señora. La última patada me dobló ambas rodillas.
Afortunadamente el biceps del campeón no cedió un ápice. Un giro del conductor provocó la misma respuesta de la plataforma, con lo que los pies del niño quedaron a la altura de otra persona. Miré las caras que me rodeaban.
La mueca de dolor de un árabe con turbante de color amarillo me sacó de dudas. Moví los talones hasta quedar pegado a la madre del niño. Si volvíamos a girar lo haríamos también nosotros tres, al unísono.
Se detuvo el autobús, abrieron las puertas que, cual vomitorios de estadio de fútbol, nos expulsaron a la pista aérea. El avión apareció frente a mi, majestuoso, Tan alto como un edificio de pocas plantas.
-Mamá es un 380, un Airbus.
Fuera porque viajaba mucho o porque le gustara coleccionar aviones de plástico o cromos, el muchacho de las botas demoledoras me sacó de dudas. Entré por una de las puertas traseras y le mostré el billete a una de las personas de cabina. Pasó un aparato lector por encima de él y oí mi nombre mientras una luz parpadeaba durante unos segundos sobre un asiento.
Me encaminé hacia la luz, hacia el asiento. Justo delante de otra de las puertas, abierta en este momento. Me senté colocando mis cosas encima de las piernas. Una vez acomodados todos los pasajeros, se cerraron todas las puertas.
Desconocía la duración del vuelo. Me dispuse a dormir un rato, aunque la excitación me impedía cerrar los ojos.
-Señor.
Se dirigían a mi. La hermosa señora o mamá con el pequeño Iván el terribe.
-¿Sí?
-Verá. Quisiera cambiarle el asiento. Es que el niño ha tenido una premonición, que el avión se va a estrellar en el mar de Omán. Y como nuestros asientos están más alejados de la salida de urgencias que el suyo y el de este amable señor -miré a mi izquierda. Un hombre con un bastón blanco entre las manos, asentía a las palabras de la señora.
-Será un placer señora. Sólo dígame donde he de sentarme.
-Arriba. Tenga. Ya le indicará su azafata.
Me dirigí a la parte delantera del avión, caminando detrás del ciego. Subí por la escalera y me encontré en un espacio diáfano, con una barra bar en el centro, varios butacones y sofás alrededor y mucho personal de servicio o de cabina.
-¿Permite, señor? Guardaron mis cosas en un armario, me acompañaron a uno de los asientos, me abrocharon el cinturón y me dieron conversación y una copa de champán, hasta el momento del despegue. El ciego, a mi lado, ojeaba una revista. Bueno, pasaba las hojas. A veces se sonreía.
En pleno vuelo, volvieron las atenciones. Delante de cada uno de los pasajeros, del ciego, de mi, del resto de personas que permanecíamos sentados en esta zona del avión, colocaron una bandeja encajada en las aberturas inferiores de los brazos del asiento. Lo hicieron, así de repente, una docena de jóvenes, ataviados con uniforme negro de plexiglás, gorra motera negra y sandalias romanas sujetas a la altura del peroné, que ubicaron cada una de las bandejas que portaban. Los pasajeros nos mirábamos, mientras una banda de músicos amenizaba la apertura del catering: Varias cestitas de plástico, una botella de champán, una copa también de plástico. Frutos secos, caviar y ensalada dominaban el ágape.
El ciego, a mi lado, deshacía cada envoltorio con primor. Al abrir una cestita que contenía una gran variedad de hojas verdes exhaló un gran suspiro, mostrando unos dientes blancos, alineados, mientras rezaba:
-Rúcula del Sur, Canógigos de La Bretaña, Orejones Brasileiros, Nuez Americana. Aceitunas del Ática, negras y grandes, dulces como el almíbar de Orcil. Desafortunadamente, falta una pizca de sal kosher para alcanzar la perfección. Y que no hubiera sido preparada por manos gentiles, claro.
No me atreví a hacer comentarios sobre el recipiente que acababa de abrir yo. Un sandwich de dos rebanadas con algo dentro. Cuando estaba a punto de hincarle el diente, mi compañero de viaje, comentó:
-Estimado Pablo, debería aprovechar la gentileza de la compañía de catering que abastece a esta aerolínea transoceánica, haciendo uso de la salsa HP, que nos brinda en generosas dosis individuales.
Pablo, Pablo. Supo de mi nombre por algo que dije, por la azafata o por mi olor. ¿Cómo huele un Pablo? Cualquier Pablo, quiero decir. ¿Olemos? Si. Pero ¿a qué?
Personal Pablo Thalasos Humor
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