Pablo: The room remain the same
-Joven, joven ¡Me alegro de que se encuentre bien! Por casualidad, ¿dispondrá de tiempo durante la cena para hacerme compañía?
-Si señor. Hasta mañana dispongo de todo el tiempo libre.
-Entonces, a las 19:30 en la recepción. ¡No falte! Tengo una sorpresa muy especial para usted.
Se alejó de la entrada a la cafetería, hacia los ascensores. Yo opté por dar una vuelta y disfrutar de los escaparates, como si paseara por la calle Mayor de cualquier ciudad. Entré en el casino.
Porque los letreros luminosos me atraparon. En el interior, mesas y más mesas de juego, máquinas tragaperras y sonidos de campanillas que atraían a los curiosos, incluyéndome entre ellos.
Un hombre joven gritaba eufórico delante de una de esas máquinas jackpot con frutas en el visor y una enorme palanca lateral. El monedero rebosaba de monedas que relumbraban como si la propia máquina acabara de acuñarlas.
-¡Carajo, carajo, me las gané a las meigas, me las gané. Viva el 1!
Hablaba en español, pero con acento gallego. Recogió sus monedas dentro de una gorra azul marino, de esas que utilizan los capitanes de barco y salió corriendo hacia una de las mesas de juego, donde un grupo de personas rodeaban al crupier, gritando al unísono:
-¡UNO, UNO, UNO, UNO!
A lo que siguió un ¡Ah! sostenido por todas las gargantas, continuado por otro:
-¡UNO, UNO, UNO, UNO!
El hombre que llevaba sus ganancias en la gorra tropezó cerca de la mesa con una cadena que se había tensado, repentinamente, a su paso. En un extremo de la misma había una mujer con chador rojo y minifalda a juego; en el otro, una pantera negra, que rugió al notar el tirón en su collar.
Las monedas rodaron por el salón de juegos. Muchas personas se animaron a recoger monedas del suelo. Una de ellas, que gateaba debajo de una mesa a donde habían ido a parar algunas de ellas, fue golpeada con violencia por un hombre que consideró el acto como una ignominia para con la señorita que estaba a su lado.
-¡Bribón! ¡Bastardo! ¡Baboso! ¡Bellaco! ¿Salga inmediatamente del balconcillo!
Recogí una de las monedas que había ido a parar junto a mi y se la entregué al hombre que salía de debajo de la mesa. La recogió con una mano, mientas con la otra se restañaba el trasero del daño que las patadas le habían provocado.
-¡Gracias, amigo! Pumpido Ensoñador, para servirle.
Se acercó a la mesa de los Unos, le dijo algo a uno de ellos y enseguida le soltó un puñado de billetes que Pumpido cogió con su mano libre.
Me acerqué a la mesa, que era de ruleta y vi que encima del uno, rojo, había un montón de fichas de colores, mientras que el resto de la mesa permanecía vacío.
Cuando el crupier giró la ruleta, todos empezaron nuevamente con la cantinela:
-¡UNO, UNO, UNO, UNO!
Salió el uno. Y entonces Pumpido me besó en la frente. Como a un hijo, a un sobrino, a una mascota.
-¡Trajinos la suerte el joven varón!
-¡Apurar, que mañana será un día muy duro! Rodaremos la escena de la muerte del ermitaño Román en el malecón, con Antxon como testigo. Venga, venga, a cenar y a retirarse!
-Pero déjanos disfrutar, Pedro! Danos algo de tiempo.
Al que llamó Pedro quien había hablado en último lugar, se metió la mano en el bolsillo, sacó un buen puñado de billetes y se lo entregó a una chica de color, vestida con vaqueros deshilachados y camiseta negra ajustada, que lo cogió con la mano enguantada, mientras Pedro le decía:
-Cuando nos vayamos a cenar apuesta al uno negro y al uno y rojo, alternando entre las jugadas tres veces al negro y una al rojo. Acaba la serie jugando al 22 y par. Y anota todos los resultados en la agenda. Yo volveré cuando consiga acostar a todos estos.
-¡OK patrón! Le contestó la chica, llevándose la mano libre hasta la sién, a modo de saludo militar.
Cuando se marcharon opté por sentarme en un rincón, desde el que se podía ver la mesa de juego.
Un hombre de aspecto árabe se me acercó. Vestía una chaqueta corta, como de esmoquin, pantalón bombacho y botas de damasco, con la puntera vuelta hacia dentro. Tocaba su cabeza con un turbante recogido a la altura de la frente por una piedra de tonos verdes, que tanto podía ser una esmeralda como un ojo de cristal.
-¿Bazofia europea? Dijo, con una sonrisa, mientras tomaba asiento junto a mi y me enseñaba unos billetes. Las mesas de alrededor estaban ocupadas por hombres vestidos de la misma guisa que el árabe, que palpaban y estrujaban los carrillos de otros hombres y mujeres, en general más jóvenes que ellos. Mi acompañante me estrujó los mofletes con fuerza, hasta que mostré los dientes. Luego sonrió.
-Bazofia europea buena. Yo pago 3.000 por tu culo. Mil más por chupar.
Al tiempo metió una mano entre el asiento y mi cachete izquierdo, buscandome el ojete. Me acordé de la anécdota que contaba el tendero de mi barrio, el señor Julián sobre la primera ocasión en que tuvo que visitar al proctólogo, que era una mujer y cómo le había llegado desde el ano hasta la campanilla, con un dedo largo y frío como una lombriz de tierra.
Le solté una patada en la espinilla, un mordisco en la barbilla -del que luego me arrepentí, pensando que desde las otras mesas se vería mi gesto como una aceptación, no distinguiendolo de un morreo entre hombres libres- y una bofetada y salí corriendo hacia la puerta, arreglandome el pantalón, que con las maniobras del mariquita se me había metido por ahí.
Me dirigí al ascensor, subí hasta la planta, abrí la puerta de la habitación y me desvestí para pegarme una ducha.
Tiré las botas, el mono y los calcetines sobre el lavabo, cubrí el suelo con toallas, recordando el grito hipo-huracanado de mi madre desde la planta baja de la casa:
-¡No tires todo el agua al suelo, que se me llena la cocina de moho!
Porque el agua se filtraba por las juntas del solado y llegaba hasta el techo de la cocina, en el piso de abajo.
Dentro de la bañera, justo debajo de la ducha, había dos relojes con mandos digitales. Uno, para la temperatura del agua; el otro para la música. Lo supe porque en ambos había símbolos, como los que había visto en el aeropuerto. Hice coincidir cada aguja de los relojes con mi elección y esperé.
El agua salía a una temperatura agradable, como reflejaba la cara del símbolo donde había sintonizado. La música, coincidía con la que representaba el símbolo que había elegido: Un gorro triangular acabado en punta, como los capirotes que hacíamos de pequeños con las hojas de periódico, y dos coletas a los lados.
Sonaba el himno de la República Popular China. Lo sabía porque en el taller de Madrid, cuando el trabajo se retrasaba, Huan lo conectaba en un viejo magnetofón de cinta, a más revoluciones de las necesarias -aunque en esos momentos pensaba yo que ya habían tenido suficientes revoluciones allí- para acelerar el ritmo de trabajo. Mientras sonaba por la megafonía, los chinos cantaban en su idioma y yo tarareaba la versión en español:
De pie,
los que rehúsan la esclavitud!
Con nuestra carne y sangre, alcemos una nueva Gran Muralla.
La nación china enfrenta su mayor peligro,
y de cada pecho oprimido surge el último llamado.
¡De pie, de pie, de pie!
Somos millones de corazones que laten al unísono.
¡Desafiando el fuego enemigo, marchemos!
¡Desafiando el fuego enemigo, marchemos!
¡Marchemos, marchemos, adelante!
Mientras me duchaba sonó el teléfono. Había varios supletorios en la suite. Dentro del cuarto de baño sonaron tres. No, cuatro. Me acerqué la alcachofa de la ducha a la oreja y escuché la voz de mi compañero de vuelo, el ciego, como si me llamara desde las mismísimas cataratas del Niágara.
-Me querido Pablo, ¿Le pillo en mal momento?
-No, no señor, sólo estaba aseándome un poco, antes de cenar con usted, contesté.
-¿Cómo dice, Pablo? No le entiendo, hijo. ¿Puede repertirlo?
Alejé la alcachofa de mi oido, tosí todo el agua con la que acabaría por ahogarme y le grité al auricular, desde unos 50 centímetros:
-¡QUE ME ESTOY ASEANDO! BAJARÉ EN 10 MINUTOS
Escuché su respuesta, pero a esa distancia era ininteligible para mi. Así que me tapé la boca y la nariz con fuerza y me lo acerqué de nuevo al oido.
-...se han conocido esta tarde y tiene mucho interés en estrechar la amistad que está naciendo...
Solté la alcachofa y, con un esfuerzo tremendo de mi mano izquierda, conseguí que mi mano derecha dejara de apretar tanto sobre mi nariz y mi boca. Tomé aire, como si acabara de salir de una sesion de buceo y le grité a la ducha:
-¡DE ACUERDO!
Cerré los grifos, cogí una de las toallas, empapada, del suelo y me sequé la cara. Casi. Fui a la habitación y abri los armarios, uno por uno. Había gran cantidad de ropa, colgada y cubierta por las bolsas que les colocan en las tintorerías. También tenían etiquetas, escritas en varios idiomas, un bolígrafo de marca sobre el techo del gradén y un bloc para anotar el número de lo que se fuera utilizando.
Podían ser olvidos de viajeros anteriores o deferencia del hotel. No lo sabría si no preguntaba. Pensé que usarla costaría dinero. Y después de los precios que había visto en el ascensor, utilizarla no me pareció una buena idea. Busqué en los cajones. Llenos de ropa perfectamente doblada. también etiquetada. Encima de uno de los armarios había un altillo.
Acerqué el taburete del cuarto de baño y me encaramé para curiosear. Encontré lo que buscaba, ropa olvidada o colodada expresamente allí por los viajeros, toda desigual, pero al menos gratis.
Frutos del olvido o de alguna discusión de pareja, porque había ropa interior masculina y femenina, dos corbatas con el logotipo de las líneas aéreas KLM, un tenedor doblado y varias magdalenas mordisqueadas y cubiertas de hormigas, 5 zapatos, dispares, tres de mujer y dos de hombre, una chaqueta blanca, de camarero, con chorreras y hombreras, estas últimas de color verde, tres camisas de Iberia Líneas Aéreas, un frasco de colonia de Maderas de Oriente casi vacío, una camiseta roja de Riotinto Minera, con un enorme logotipo de ERT y unos pantalones de pintor, manchados al temple.
Lo abracé todo con las manos y me lancé al vacío. Aterricé en el suelo, cubierto de migas, por las magdalenas, y de hormigas, por las hormigas mismas.
Me probé el pantalón de pintor. Me estaba grande. Así que pasé por sus trabillas del una de las corbatas de KLM y me lo sujeté bien fuerte a la cintura. Me coloqué la camiseta roja, una camisa de piloto encima, la chaquetilla de camarero, dos zapatos de mi número, me perfume con un poco de la colonia que había encontrado y bajé a la recepción.
Allí estaba mi compañero ciego, con el árabe que me había intentado ligar y otros dos hombres, con el pelo largo, dividido por una crencha central y tocados con una boina diminuta, una de color rojo, la otra azul cielo. Eran gemelos o mellizos. Y sonreían. Mucho más al verme, como si se alegraran de volver a saludar a un pariente. Aunque yo no les reconocí.
Me acordé de una frase atribuida a Macbeth: "Una vez atravesado el límite subjetivo del valor no hay límite".
Personal Pablo Thalasos Humor
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