9 de julio de 2005

Pablo: La segunda entrevista


Bajé las escaleras con el paso de la oca cambiado, debido al dolor de pies que seguía padeciendo. Había buscado una caja de sales Saltratos que desde hacía años, muchos años, guardamos en el armario de aseo donde está empotrado el lavabo.

Mi madre piensa que los productos en polvo no caducan nunca. Si le preguntas y pones en duda su creencia, te contestará.

-¿Acaso caduca la arena de la playa? ¿La sal? ¿El jabón en polvo? ¿El biacarbonato del doctor Álvarez que tomaba tú padre, que en paz descanse? Aún lo conservo dentro de la caja de latón grande, la de los recuerdos, esa que tengo encima del armario del dormitorio, con las dos goletas lacadas, una a cada lado. ¡Es tan bonita!

-¡Mamá! ¡Sabes dónde están los Saltratos?

-¡Pregúntale a tu abuela! ¡Que esta mañana no salía del cuarto de baño y he tenido que llamar al marido de la vecina para que me ayudara a abrir la puerta con una aguja del 1!

Me acerco al saloncito a buscar a la abuela, apoyándome sobre los talones, para que no se me revienten las ampollas que me han surgido entre el dedo pulgar e índice del pie.

-Abuela, ¿cómo estás? Que si has visto la caja con los polvos Saltratos, los de los pies, la caja roja que tiene una bolsa de plástico y dentro unos polvos de color blanco. Que son calmantes. Para los pies y los callos y los sabañones y todo ese lío. Lo de los pies.

Cuando hablo con mi abuela me comporto igual que algunas personas cuando se dirigen a un extranjero; les tratamos como si fueran niños muy pequeños. Yo a mi abuela le hablo en ocasiones como si fuera idiota, no, yo no, ella. Cuando en realidad sólo es mayor. Mayor que yo.

-¿Qué caja dices, hijo? ¡Ah, ya, la roja! Pues se ha acabado esta mañana.

-¿Y cómo ha sido? Porque estaba casi media, abuela.

-Pues que no me he podido aguantar. Tenía un sabañón en el dedo pequeño, ¡Mira, aquí! ¡Toca, toca!

La abuela ha abandonado por un momento el programa de reality show sobre el que mañana en la comida mencionará que es un asco y que apenas si lo mira, se ha quitado una de las zapatillas y me ha plantado el pie sobre el sartorio, el mismísimo sartorio, o sea, la cara anterior del muslo.

-¡Pero tócalo! A que sigue ahí ¿eh?

-¡Sí, parece que sí! ¡Está rojo! En realidad el pie está rojo, del color de los carabineros. Los saltratos contienen algo de sosa caústica. Si se ha dado un baño de pies con media caja, ha debido crear una pasta, espesa como el yeso fresco, en el bidet.

-¡Que nadie use el bidet, hasta que mañana pase por aquí el señor Juan a arreglarlo!
Mi madre, leyendo mis pensamientos desde la cocina.

Cortan el programa con un fundido en espiral que termina en el logo de la emisora e inaugura la película de anuncios de 26 minutos de duración.

Terminas de cenar y aún llegas a tiempo de embrutecerte un poco más, de ver el final de la emisión.

La abuela continua hipnotizada frente a la pantalla. Yo comienzo a estarlo.

- ... el índide de natalidad en España ha subido un 2,4 por ciento en el último lustro.

- ¡Hay que ver, hijo! Acaban de dar esa misma noticia hace un segundo en la otra cadena.

- ¡Pero abuela! Si es un anuncio de sopa.

Un anuncio que comienza como si de un telediario se tratara.

-¡Que no! Que es la misma noticia. Si ya lo decía Parménides, que en paz descanse.

¡Nada fluye!

La abuela, como estudió filosofía en Madrid, entre el año 34 y el 36, sale a veces con expresiones que me provocan catalepsia. Se me detienen las conexiones neuronales, el reflejo respiratorio y las Trompas de Eustaquio.
Dejo de oir, ver y actuar.

Me pregunto qué vinculación encontrarían Aranguren, María Zambrano o algún otro filósofo de por estas tierras entre la filosofía presocrática, el incremento de la natalidad y la sopa fresca en lata.

Una llamada.

-¡Coger el teléfomo que tengo las manos llena de harina!

Seguro que hoy toca pescado con pimientos. Hasta aquí llega el olor que las sabias manos de mi madre extraen del aceite de oliva virgen a 210º, el pescado del día, bacaladillas casi siempre, apenas a 2 euros el kilo -sabia compra ésta- y los pimientos verdes, los que denominan italianos (dulces, poca carne, mucha piel, si los ingieres durante la cena te repetirán hasta la madrugada) cortados en tiras oblongas, libres de las pepitas que amargan.

Descuelgo el inalámbrico de color verde pistacho y con forma de manzana -¡Qué contradición!- que nos regalaron en el Club de Lectores al conseguir que la vecina del quinto se hiciera socia del mismo durante un período mínimo de dos años.
De ésto hace ya 19 meses. La semana pasada bajó a pedirnos un par de estanterías prestadas.

Guardé los libros de la EGB, que aún tenía disponibles en mi cuarto, en una caja de cartón y ella colocó los 38 volúmenes de los Episodios Nacionales en los estantes que dejé libres.

Me dijo: -¡Es que son un regalo para mi marido. Pero aún me faltan otros 22 volumenes, y ya no tengo sitio donde esconderlos. Se los quiero regalar cuando cumpla los 60 años.

O sea que le faltan 11 meses aún, a razón de dos volúmenes por mes. Adiós a mi cuarto.

-¿Si?

- ¡Buenas noches! ¿Es usted..?

-¿Si?

-El teléfono se oye mal. Un nutrido colectivo de parásitos compuesto de de diversos tipos de pppppgrrrruuiuiuiuibrrrrruu me impide escuchar lo que me dicen al otro lado.

-¡Hijo, ven corriendo!

Olvidándome del dolor que me provocan las rozaduras, intento aligerar hasta la salita, pero inmediatamente me sale un

-¡Ay, coño! Llego a la salita.

-¿Si abuela?

-¡Mira! Han vuelto a decir la misma noticia. La mismísima noticia de antes. Ya van tres veces.

Llevátela al río, Parménides.

La llamada se ha cortado.

Antes de que llegue de nuevo al comedor para colgar el inalámbrico sobre la base vuelve a sonar y al mismo tiempo le oigo decir a mi madre desde la cocina.

-¿Quién era?

-¡Era para mi, mamá!

Me viene a la cabeza la primera expresión de las cartillas del número 0 en este país y en esta lengua: mi mamá me mima.

-¿Si?

-Antes se ha cortado. Verá es que le llamo de "Das Modern ETT", una empresa multinacional de asesoramiento y servicios a empresas mundiales. Hemos recibido su curriculum y desearíamos...

-Allí estaré. No no tengo coche. Sí. Conde de Casal. De acuerdo. Y la camioneta hasta.... Si.

Lo voy apuntando todo en el sobre de una factura de telefonica que hay sobre la mesa de estilo castellano con un lápiz de sombras para los ojos, de color verde, que mi abuela o mi madre han debido dejar olvidado junto a la base del teléfono, .

El lápiz se queda sin mina y la última instrucción se marca sobre el papel, pero no se lee.

-¡Adiós!
V
aya, vaya. Mañana tengo dos entrevistas. Parece que voy a tener suerte.
Lo que no recuerdo es a que hora me ha citado esta señora.
Subo a mi cuarto y busco dentro del pupitre de plástico decorado con calcamonías de bollicao y phsosquitos, que me compraron a la edad de cuatro años, un lápiz. Pienso marcar las señales del sobre con el grafito, como en las películas de espías, a ver si, blanco sobre oscuro, aparecen las instrucciones que me han dado. Le saco punta con un afilalápices y bajo de lado las escaleras. Doy un salto impar de siete escalones, pero a la pata coja, para no dañarme más el pie, pierdo el equilibrio y estampo mi cabeza contra la pared frente a la que termina la misma.

¡Qué porrazo!

-¡Pero qué ha pasado! Mi madre, con la rasera en la mano y éstas, las manos, rebozadas de harina, me observa perpleja, mientras yo me presiono con la palma la zona de la frente donde en segundos aparecerá un hermoso chichón.

-Que me he dado un golpe. No es nada.

-Algún día, con esos saltos, vas a aparecer en el piso de abajo.

-¡Qué ha pasado! He oido como un golpe.

Mi abuela, en bata de color salmón, regalo de una de mis tías, surgiendo entre las jambas de la puerta como una aparición.

- ¡Cuatro! Ya son cuatro veces las que han contado la misma noticia. Y ¿sabéis lo mas extraño? Que la cuentan con un bol de sopa en la mano. ¡Qué raro!

-Venga, vamos a cenar que se enfría. A ti hijo, como estás tan desganado te he hecho una tortilla de patatas.

Mis intestinos, en un idioma incomprensible, lanzan una advertencia. Yo procuro ignorarla.

-¿Con pimientos mamá?

-Con pimientos hijo. Por cierto, ¿quien era esta vez?

- ¡Ah! Para una entrevista de trabajo. Tengo que ir mañana.

- ¡Que tengas suerte hijo!

La abuela sonríe desde el marco de la puerta y apoyándose en su bastón, sin dejar de sonreir, llega a mi altura y me besa y abraza.

Yo también. Quiero mucho a mis mujeres.


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