Pablo: Instrucciones de uso. La vida.
-¡Ay!
El compañero de cama ha finalizado su andadura. Tras clavar los tacos de goma en el teléfono móvil ha continuado su apalancamiento óseo apoyando la mano sobre los puntos de sutura de la herida. De mi herida.
-¡Que no trasdosee al chico, señor guardia! Grita la abuela, que acaba de hacer su entrada en la habitación, escoltada por la pareja formada por el guardia compañero de mi aliquebrado consorte y por Serafín.
-Señora, es que me siento muy sólo. Y muy malito.
El aspecto del más joven de los guardias le hace, en verdad, digno de lástima.
-Pero el niño no es de esos, oiga. Un poco de austeridad militar. Sea por el Duque de Ahumada, al menos.
-¡Que te están esperando, Pablo, vístete, hijo! Mi madre acaba de entrar. Como un ciclón.
-¡Está prohibido fumar! Acude la enfermera, rauda, al olor de la colilla del remedo de veguero que sujeta mi madre entre el dedo pulgar e índice, velado a ojos de los concurrentes, que no a la nariz.
Me levanto y trastabilleo, apoyándome ora en la pared, ora en los barrotes de la cama.
-¡Yo te ayudo! Dice mamá, caminando hacia mí, una mano estirada en señal de afecto, la otra esparciendo las pavesas del puro a medida que lo raspa contra las paredes.
-¡Que salimos ardiendo, señora! Y aún no hemos concluido el primer módulo del curso de prevención de accidentes domésticos.
-Venga, fuera. Usted también, que ya está curado.
Salen del cuarto la pareja de guardias civiles y Serafín. Parece que María y mi cuñado lo abandonaron hace un tiempo.
-¡Señora! ¿Tiene usted un espejito de mano? Es que me gustaría ver el aspecto que tengo ahora.
Quien habla así es el más joven de los dos, mi compañero de cama.
Mi abuela le acompaña al cuarto de baño, donde hay un espejo redondo de esos con varios aumentos. Cuando entra el agente la abuela enciende la luz y cierra la puerta.
-¡Ay dios mío! ¡Qué ojo me ha puesto! Se oye el lamento amortiguado por la puerta.
-¡Váyanse! Es mejor dejarle sólo en su desdicha. Se le pasará. Dice la abuela, mientras empuja a los dos hombres hasta el exterior de la habitación.
-Pero… Es mi compañero.
-¡Venga, venga! Tomaros un café en la cantina, que yo os lo envío dentro de un momento. En cuanto se le pase la llorera.
-Ponte esto Pablo. Venga hijo. No, así no. Levanta los brazos. Es que las faldas se visten por la cabeza, no por los pies. ¡Qué torpe eres a veces, hijo!
Levanto los brazos y con la ayuda de la enfermera, Cecilia, mi madre desliza la falda de la enfermera hasta que alcanza mi diafragma. La enfermera sube la cremallera a mis espaldas y gira la falda hasta que, a sus ojos queda en su sitio. Pero me faltan carnes para llenarla.
-En el lavabo hay un batín. Coge el cinturón y tráetelo, Mari. Mi abuela obedece. Abre el cuarto de baño. El guardia está sentado sobre la taza del retrete, llorando.
-Venga, venga, que eso en un par de días estará curado.
-Sí, ya. Pero mientras, ¿Cómo se lo explico yo a mi madre, que es camionera de transporte internacional? Que ella conduce un 40 toneladas con una mano, mientras habla por el móvil. Que ya le he dicho más de una vez que se va a buscar un lío… Y a mi padre. Que es sargento de los beltzas, de los antidisturbios vascos.
-¿Y vive tan lejos tú padre, hijo?
-¡No! Trabaja algunos fines de semanas. Haciendo suplencias. En las vacaciones más que nada.
-¡Anda, anda! Márchate que tu pareja estaba muy preocupada. Estará esperándote en el bar del hospital. Tú tomate un carajillo, dos aspirinas y métete pronto en la cama hoy.
-¿Y no puedo quedarme aquí? Sólo por esta noche. Es por mi madre. Para que no vea a su hijo así, tan derrotado.
-Este hospital es un ambulatorio. En realidad una casa de socorro. Así que no es posible. Además, que el seguro del cuartelillo del pueblo no cubre ese tipo de asistencia.
Quien habla así es Cecilia, la enfermera. Mientras tanto da dos vueltas en derredor mía hasta conseguir que la falda me quede sujeta con el cinturón del batín. Por debajo de ésta sobresale el camisón a rallas y abierto por detrás. La espalda se me queda compleatmente al aire. El escote debe ser memorable. De noche de galardones.
-Toma hijo. No te vayas a enfriar.
Mi abuela se desprende de su rebeca. A la altura de la pechera le ha añadido un rabito de zorro, prendido con un alfiler de moño, rematado con un abalorio en color cuarzo rosa y del tamaño de un albaricoque.
-Me lo ha regalado Ángel, el guardia. Cuando hemos ido de compras. ¡Qué amable!
-¡Gracias abuela! Pero no hacía falta.
-Abajo hace frío. Y ese señor te está esperando en la salita de fumadores. ¡Date prisa, venga!
Salgo de la habitación y giro hacia la derecha hasta encontrarme con un ascensor, delante del que esperan más de 20 personas. Así que observo los carteles de información hasta descubrir el icono universal de las escaleras de incendio.
A medida que avanzo encuentro más suciedad en el suelo. Me extraña, máxime al encontrarme en un hospital. En el rellano de la entreplanta, muy amplio, hay un hombre dentro de una máquina de acero, fumando. Sólo se ven la cabeza y una de sius manos. A su lado una mujer con bata blanca y estetoscopio cruzado sobre los hombros, también fumando.
-No deberías fumar, Luis. Y menos dentro del pulmón de acero.
-Es mi naturaleza, doctora. Mi naturaleza.
Frente a mi se abre una salita algo mayor y con varios asientos pegados a las paredes, los típicos asientos corridos de una sala de espera.
Una pareja de guardias civiles mujeres custodian a dos hombres que permanecen de pie junto a una columna de acero a la que parecen sujetar desde ambos lados. Al acercarme veo que están esposados a la columna. Las guardias hablan.
-Pues que me han dicho que no. Que la seguridad social me cubre las de 500 gramos. Pero que la segunda operación para colocarme las de 1.500 gramos, las gordas que quiere que lleve mi Pepe, la tengo que hacer por lo privado. ¡Qué vergüenza!
Quizás no sean dos mujeres. A simple vista lo parecían. Los dos hombres resultan ser Drogba y el panocho. No me han visto, así que continúo observando a las personas de la sala intentando pasar desapercibido. Aquí parece fácil.
La mugre y basura se acumulan en este espacio; dos personas que parecen enfermeras se aproximan a cada quien está fumando y le suministran un envase de yogur, de cristal y vacío, para que depositen la ceniza.
Una mujer vestida con un traje fosforescente, del mismo tipo que emplean los trabajadores de la limpieza, está sentada en el suelo, en postura de loto. Sujeta entre sus manos una pancarta que reza: Convenio de pesca ¡Ya! A su alrededor el suelo parece una feria del envase: bolsas de patatas fritas y gusanitos, latas de conservas vacías, cartones de vino, dos cajas de plástico amarillo con restos de hamburguesa en su interior, quitas de embutido, papel de plata, latas de refresco... y algunas personas.
Cuatro mujeres vestidas con una bata similar a la mía, pero de color rosa, comparten una pizza sentadas en el suelo, mientras leen un pastiche contra la bulimia.
Un poco más allá, un celador se afana en quitarle la jeringuilla a otro paciente. Se acerca una de las guardias civiles.
-Doctor, ¿necesita ayuda?
-¡Gracias! Es que se me ha escapado y ha vuelto a las andadas con el aceite de mentol.
-¿Qué? La guardia civil parece no comprender lo que sucede. Yo, tampoco.
-Que intenta inyectarse aceite de menta porque no le gusta el olor de la sangre, que se marea dice. Y como quiere ser cirujano, piensa que así evitará las lipotimias cuando tenga que intervenir a un paciente. Está gagá, ¿sabe usted?
Me alejo del tumulto y veo a un hombre, muy bien vestido, de unos 60 años, que parece buscar a alguien con la mirada. Al percatarse de mi presencia, sonríe.
-¿Pablo?
-¿Gervasio?
-Vamos fuera de aquí a un lugar más tranquilo
-¿Sabe usted lo que está pasando?
-¡La vida, Pablo, la vida!
Salimos de la sala por un pasillo. A medida que nos alejamos el tumulto queda amortiguado por la distancia. En un rincón, cerca de las puertas con cristaleras que dan acceso a la cantina les veo. María y mi cuñado.
Se están besando. Él tiene algo en la mano con la que estrecha sus nalgas. Parecen una bragas. Pero no creo que sea cierto. No creo que esto me esté pasando a mi y ahora.
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