22 de marzo de 2006

Pablo: A la luna de Valencia.


Es una ciudad bonita, con tanta luz como si se tratara de la favorita del sol. Caminé por una calle de la que no encontré el nombre en cartel alguno.

Una costumbre extendida la de no señalizar las calles. Entonces la vi. Una mujer joven que vestía una cazadora de cuero, entallada, color hueso. Unos vaqueros muy ajustados, unas botas de caña, color marrón, con tacón alto, pero sin estridencias.

El pelo, media melena de color castaño, un corte de esos que parecen despeinados, dejando el cabello a su aire, al desgaire. Se detuvo delante de un escaparate. Se hiela la calle con su ausencia.

Se oculta el sol tras de unas nubes negro tormenta. Huele a lluvia. Y a sensualidad. La que expide esta mujer. Me detengo delante de una librería, un poco afectado por la imagen de la joven, con los pies doloridos por el rozar constante del asfalto.

La librería posee dos escaparates, pequeños pero atestados de libros. Literatura en uno de ellos. Historia del Reino de Valencia y de la propia ciudad, en el otro. Aunque cubiertas son luminosas, pero no distingo bien los títulos, sólo los colores. “Historia de Valdemar de las alturas”; “El trípode de la globalización”; “Erecciones y eyaculaciones” “Absalon, al salón”.

No todos parecen de literatura. O sí. No tengo idea. Ninguno de esos títulos lo he visto antes. La librería forma un recodo con el edificio que la alberga, o con el edificio de al lado. Me vuelvo para vigilar los movimientos de la mujer. Camina hacia mí. Se me acelera el corazón. Sueño el momento del encuentro, el cruce de nuestros caminos. Su tangente sobre mi circunferencia.

Bueno, al revés, ella la circunferencia, yo lo que deseo es ser su tangente. Se aproxima con un movimiento indolente pero estudiado, como la sensación que me produce el caminar de las modelos sobre la pasarela, cuando emiten parte de sus desfiles por la televisión. Pienso que transmiten la impresión de mujeres satisfechas, marcadas por el autocontrol, la conciencia de sí mismas, su belleza, su importancia para los demás. Mujeres que nos dejan soñar con ellas. O que nos sueñan. Debe ser el efecto de la proximidad de la librería. Me sueño, digo, me siento poético.

Un hombrecillo, del que apenas veo los zapatos en este momento –me duelen los pies, así que me gustaría quitárselos, aunque pienso que deben oler a sudor concentrado-, la continuación de un pantalón de franela gris, que arrastra por la entrada de la librería, un suelo de color amarillo compuesto de grandes baldosas de marmolina.

Lleva puesto un jersey, tejido a mano, de colores apagados: verde oscuro, granate y marrón claro. Barras verticales hasta la barriga prominente, como de enfermo de cirrosis, que terminan a distintas alturas y se convierten, abruptamente, en franjas horizontales. Como si un estudiante de punto o confección lo hubiera tejido durante las prácticas. Quizás él mismo lo había hecho.

El examen se lo he realizado entre disimulos. Observo con aparente interés un libro que tiene una fajita de papel: 26 edición. Se ha debido vender o regalar muy bien.

-Joven, ¿Busca algo en concreto?

-No. Sólo miraba, digo, observando la cara del hombrecillo librero. Qué duda puede caber sobre que la librería es suya. Aunque en otro momento, otro escenario, su atuendo despertaría sospechas. Demasiado obsequioso, antiguo, con esa boca de grandes labios excesivamente rojos, las gafas de concha, los ojos pequeños, al fondo, detrás de unos cristales de 8 o 9 dioptrías.

-Es una librería preciosa, le obsequio.

-Gracias joven. ¿Qué ha leído últimamente?

-¡Oh!, pues –la chica ya no está más delante de mi. Se esfumó. Estoy leyendo una novela de este autor portugués tan famoso, de ¿Antunes? Bueno, creo que no se llama así. Es premio Nóbel y eso. Puedo verlo, con su gran corpachón, sus muchos años, la cara de juez, su escritura limpia, pero tan apretada que el libro me va a durar medio año. Pero no recuerdo su nombre.

-¿Ha leído los cuentos de Kish? Y saca un libro de entre las manos, que mantenía a la espalda, como si de una joya se tratara, acompañando el gesto con una sonrisa poderosa, suficiente, transformadora.

Deja su debilidad a un lado y se convierte, mientras habla del autor checo, en un enano autosuficiente y engreído. Me aproximo para coger el libro y mirarlo de cerca. Observo la librería, con los estantes atestados, llegan hasta el cielo, el altísimo techo de la estancia.

Un hombre, de aspecto más peculiar incluso que el que luce el librero, lee junto a una pequeña mesa camilla. Un ejemplar del mismo libro que acaba de mostrarme. Me fijo. Los estantes sólo contienen ejemplares de este libro. Bueno, no todos. Pero sí los que están a la altura de mis ojos.

-Lo anotaré para adquirirlo en otro momento. Muchas gracias.

Como si hubiera rechazado la segunda taza de café en la casa de un alemán, así le demudó el gesto al librero. Devolví el ejemplar a su propietario, que me miró con un brillo de rabia en los ojos, de censura, se dio la vuelta y cerró la hoja de cristal de la puerta de la librería, sin mirarme. Las pegatinas de la misma, con publicidad, de obras, tarjetas de crédito y solicitudes diversas, apagaron la visión del interior.

Así que, liberado, seguí caminando por la misma calle, crucé en un par de ocasiones y de pronto descubrí una tienda de cosméticos, enorme, con las puertas abiertas. Unos arcos detectores en la entrada llamaron mi atención. Sonaba el aire de una cortina invisible, de esas que mantienen separados los ambientes del comercio y de la calle.

Y entonces la vi.

De perfil. Con una barra de labios en la mano, mientras observaba su rostro en un espejo, de esos redondos, especiales, para maquillarse o para afeitarse, o para limpiar el rostro de impurezas. Según el sexo y la edad del usuario.

Entré y me dirigí hacia el expositor de las barritas de rouge. Pero no iba a atreverme a hablar con ella, a dirigirle la palabra. Romper el fuego con los extraños no es mi habilidad, esa virtud de la comunicación me es ajena.

Quizás aquellos miedos antiguos, de cuando Panchito nos bajaba, bueno, me bajaba el pantalón delante de todos, durante las clases de gimnasia, cuando me apretaba los testículos delante de los compañeros cuando el profesor había salido de la clase, me habían dejado trastornado.

Aunque luego, años después me reconoció por la calle y me saludó, con alegría incluso, llamándome por mi nombre, desde una carroza, durante un desfile del orgullo gay.

Pero no lo había superado. No le tenía miedo a él, ya no. El miedo había dejado de tener un objeto sobre el que apuntar. Se había hecho independiente. Aquel día saltó de la carroza y se me acercó, vestido de corista. Me presentó a su pareja, Jesulín, otra de sus víctimas del colegio. Este vestía de cuero negro. Supongo que de domador de fieras. O algo similar.

-Este color -dije, cogiendo una de las barritas, red silk, le sentará muy bien. Soy Pablo y no he podido resistir la necesidad de cruzar un período de mi tiempo con el suyo, breve, efímero. Dejar de ser dos desconocidos por un instante producto del azar. Sabernos en el otro.

Froté ligeramente la barrita de rouge sobre el envés de la mano. Hubiera deseado hacerlo sobre la suya, pero estaba completamente llena de marcas de rouge diversos. Muchas pruebas.

-Si quieres vamos a mi casa. No te cobraré mucho. Lo pasaremos bien.

Aunque al principio no comprendí su discurso, escuchar su voz disparó mi corazón, que bombeaba en ese momento cual motor de explosión.

Ya en el ascensor inició una maniobra de acoso y derribo alrededor de mi esternocleidomastoideo, mi pabellón auditivo y mis testículos.

Salí del ascensor tan excitado y cautivo como el protagonista de una comedia romántica subida de tono.

Abrió la puerta de su casa, un apartamento en el que dominaba el color blanco del mobiliario, destacado de las paredes, cubiertas de tela en un tono verde manzana, cubierta, a su vez, de marcos vacíos y cuadros, todos en tonos rojos y negros.

Una de las fotos me sobresaltó profundamente. Mi desnudo jamás alcanzaría esa naturaleza, el tamaño de ese pene que sujetaban dos manos de mujer en la foto. Quizás por eso era que los watusi llevaban faldas de paja trenzada o de tela rojiza en las películas que había visto de pequeño, con el África misteriosa y exótica como protagonista.

-¿Me pagas ahora o más tarde?

Saqué la cartera, como un autómata. Ella la tomó con su mano izquierda, la abrió y sacó el dinero.

-Cobro mucho más. Pero te haré una mamada. Me caes bien.

Le quité la cartera de la mano y me dirigí hacia la puerta, sin volverme. Al cerrarla decidí bajar por las escaleras, como siempre. Como estaba en la planta 12, opté por saltar los tramos, apoyando las manos en las paredes pintadas de gotelet, que me arañaba las palmas.

Uno de los saltos me hizo trastabillar, estampándome contra la pared de enfrente. Alguien abrió una puerta. El golpe de mi frente sonó tan fuerte que una segunda puerta se abrió. Estaba en el rellano de la séptima.

-¿Qué haces? ¿Estás idiota o qué?

La escena me recordó alguna otra. Demasiados chichones durante mi corta existencia.

-Disculpe, atiné a decir.

Seguí bajando, un poco más contenido, más civilizado, más natural. Con una mano sobre el chichón y la otra frenando cada salto. Tendría que explicarle a Norberto lo del bulto en la cabeza.

Si pudiera conseguir un poco de hielo. Aunque una moneda también serviría. Me detuve en el rellano de la quinta. Me acordé de la moneda que me habían dado en la playa. Me la puse sobre el chichón y apreté con el pulgar. Seguí saltando, pero en la cuarta se me cayó la moneda. Encendí, pero el interruptor no funcionó. La moneda había sonado por la izquierda. Arrastré las manos por el suelo. Levanté un felpudo. Me encontré unas llaves. Se abrió la puerta.

-¡Ahhhhhh! ¡Socorro! Al ladrón. Toby, toby, no te acerques.

Un perro pequeño, de esos de lujo, me mordió la nariz, apenas un pellizco, pero le solté un manotazo, de forma instintiva. No le atiné. Al caer mi mano, tropezó con la moneda. La cogí. Tiré las llaves y salí corriendo escaleras abajo. El perro se quedó en el tramo de arriba, ladrando como un muñeco mecánico su ¡guau! ¡guau! Intermitente, un tanto afrancesado.

Todas las escenas me sonaban, como si ya las hubiera vivido. Un eterno retorno. Me sentía como si acabaran de robarme, como en aquella ocasión en que me atracaron de verdad en la calle y tras una charla amistosa, el chorizo me devolvió parte del dinero a condición de que le vendiera las zapatillas, recién estrenadas. Siempre pensé que el ladrón me había comprado las zapatillas a muy buen precio. Incluso me había devuelto la medalla del cristo de Medinaceli, regalo de mi abuela.

Aunque hoy no me habían devuelto nada. Llegué al portal y allí se encontraba… ella. Seguía irradiando un extraordinario aroma, poder. Sonrió y me extendió la mano, con mi dinero. Lo recogí y lo guardé en la cartera.

-Gracias. Tengo que comprar unas etiquetas.

Se acercó y me apretó la mano con la que sujetaba la cartera.

-Anda, vamos. No quiero que te vayas así. Da mal Karma. Mal rollo.

Volvimos al ascensor, me empujó hasta dentro. Me sentía sin voluntad, apenas me quedaba una pequeña resistencia mental, a la altura del chichón. Me dolía. Saqué la moneda y me la volví a poner sobre él.

Ya en la vivienda, preparó dos aperitivos en la cocina y comenzó a hablar. El fregadero estaba lleno de platos, cacerolas, cubiertos y vasos. Me arremangué el mono, busqué un estropajo y comencé a limpiar todo aquello.

-Yo, verás, no me dedico a esto. Pero hace unas semanas que él se ha marchado y me siento sola, muy sola. Todos los hombres me miran con esos ojos de atolondrados, esa cara de cheeta en celo, que deja entrever sus intenciones.

-Tu comportamiento en la perfumería me ha impresionado, me ha gustado mucho la dulce osadía. Dentro de esa horterada de ropa, que –no te ofendas- me recuerda a un bacalaero de rebajas, un hiphopero de Onteniente o de Villena, tus palabras me han sentado bien, tan consideradas.

-Pero lo he pensado mejor, porque tus modales tan naturales apenas ocultaban tu deseo, idéntico al de los demás. Pero contigo no me importará hacerlo. De todas maneras él no volverá ya. Y cobrar lo hace todo más llevadero, coloca las cosas en una posición distinta, más alejada. Un acto más neutral. Algo por algo, pero sólo por ese algo, por ese momento. Transacciones.

Además que no has parecido inmutarte cuando he tomado el dinero de la cartera. A mí me dejará indemne también. Se me ocurrió homenajearte, porque él decía que yo lo hacía muy bien. Pero entonces vas y te escapas. Me has confundido.

Yo que no sabía cómo actuar, la abracé y besé sus párpados. Otra escena romántica, aprendida en algún cine de verano.

-Tengo que irme pronto. Hemos venido por temas de trabajo, pero sólo dispongo de tiempo hasta las cuatro, porque luego he quedado en la estación. Bueno, en un parque.

-¿Acaso no tienes un rato para mi? ¿Y si no volvemos a vernos? Como expresaste allí abajo, un minuto de encuentro. Entrar y salir de mi vida. Y entonces quedará un leve recuerdo, uno de esos que apenas serán pasado en unos días, con suerte en unas semanas. Desaparecerá.

-Te llamaré. La verdad, no sé porque he dicho esta tontería. No se su nombre, menos su número.

-Me ha gustado mucho conocerte, Y el detalle de devolverme el dinero. Te doy las gracias por ello. Además que es para comprar unas etiquetas y una especie de bramante de algodón para… bueno, eso, para el trabajo.

-Y dónde pensabas comprarlo, ¿En la perfumería?

Tiene una risa contagiosa, diáfana, clara como la caminata de domingo temprano a la luz de la luna, después de la fiesta vespertina. Aunque esas no las practico. Soy más de madrugar.

-No, pensaba acudir a Ca-Darba. Una papelería. Aquí tengo la dirección. Dejé el estropajo, ella me acercó un paño de cocina y sequé mis manos. Luego saqué el papel de uno de los bolsillos. Y se lo entregué.

-Está aquí al lado. Luego te acompaño. El dueño suele comer en un restaurante próximo. Antes de abrir echa una mano al Truc. Un juego de cartas. Podemos bajar como a las tres y media. Seguro que nos abre, como un favor. Me debe muchos, así que no habrá problemas.

-Pues te estaré muy agradecido, de verdad.

Me tomó de las manos, salimos de la cocina y nos encaminamos al dormitorio.

-Anda, ven. Aún tenemos tiempo.

En su dormitorio trató de consumarme. Desde su posición controlaba todos los movimientos, todas las maniobras, desde el oleaje hasta el reflujo. Sus pechos se batían rítmicamente, ora ocultandome la lámpara ora haciéndola aparecer. De repente, un sonido estridente me sobresaltó.

Con voz entrecortada, acerté a exclamar:

-¡Qué es ese ruido! En un breve lapso de tiempo nos separamos, ella desternillada de la risa. Yo sorprendido. Sonaba una canción, una especie de La Cucaracha, con fondo de rap. Miré por la habitación.

-Pues no sé qué significa el sonido, pero tiene su gracia. Parece un telefonino de esos.

Miré por el suelo. De pronto vi el mono. En su interior una luz roja, como una señal de alarma, una sirena luminosa o algo similar, acompañaba la canción. El mono de trabajo se arrastraba, al mismo tiempo, por el suelo de la habitación. Lo pisé, busqué el objeto, un móvil tan grande como una linterna de campaña, lo abrí, porque era un modelo de concha, bueno de tortuga de tierra, por el tamaño. Ella no paraba de reírse.

-¿Aló?

-Oye, Pablo. Eres tú, ¿Verdad? ¿Cómo has hecho el viaje, hijo? Supongo que estarás aburrido, tan sólo en esa ciudad. Además que seguro te hablan en valenciano y no te entiendes con nadie.

-Bueno que me ha dado el número Norberto. Que ha llamado a casa porque creyó que se le había caído una libreta de teléfonos, una agenda, cuando te subió hasta aquí. ¿Estás bien, hijo? Que verás. Tú abuela quiere que le traigas unas carretillas y unos voladores. Que le hace ilusión usarlos aquí en Madrid. Como ahora están prohibidos.

-No sé qué es lo que me pides mamá. Y tú, ¿Estás bien?

-Yo estoy estupenda, como la del anuncio, hijo. Verás que son cohetes de esos valencianos. Dice tú abuela que allí los deben vender por todas partes. Hasta en correos puedes conseguirlos. O en una comisaría. De decomisos o algo así.

-Bueno, no ando muy bien de tiempo. Pero los buscaré. ¿Me has dicho que se llaman?

Cuando colgó, cerré el teléfono y lo volví a colocar en el bolsillo del mono. Me vestí. No me di cuenta que ella estaba en la cama. Si necesitaba buscar los cohetes, lo mejor es que saliera ya de esta casa.

Se me acercó, me cogió de las dos manos, me tumbó en la cama, me desvistió y sin atender a mis súplicas:

-Es que tengo que comprar los cohetes. Es que se me hace tarde. Ay, así no que me da repelús. Ay que…

Me consumó. Primero desde las alturas. Luego al revés. Yo no pude. Seguía pensando en qué demonios era un volador. Un cartucho de dinamita con alas o algo parecido. Me lo imaginaba como un enorme puro de color arena, pero con confetis de colores en un extremo, la mecha, que al encenderla provocaría que las alas se batiesen, alcanzando una altura de, digamos, 20 metros, antes de explotar, explotar…

Mi cabeza se cayó sobre la almohada. Creo que me dormí.

-¿Vienes a la ducha? Oí que decían desde la puerta.

Bajamos por el ascensor, salimos y caminamos unos metros, hasta un bar “La encimera de Bartolo”. Me dijo que esperara en la puerta.

Obedecí. Era lo que correspondía hacer en ese momento. Cuando desapareció dentro del restaurante me pregunté cómo había llegado ese teléfono al mono. A mi mono.

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