19 de marzo de 2006

Pablo: Siga jugando.


Una constelación de chamizos construidos a deshora, en ese tono cemento macilento, gris feo en palabras de Norberto. Este pueblo era bastante feo. La nave parecía un monumento dedicado a la fealdad.

Aparcamos, aparcó, junto a una fábrica de techo de Uralita, cubierto de amianto que habían extendido en verano, probablemente, ya que colgaban de las tejas, que lo desaguaban, como una salmodia que pidiera lluvia. Un reguero de negro asfáltico escupido por los canalones y las tejas, como una casita de chocolate tóxico.

Bajamos de la Van y llamamos a la puerta. Abrió un chino grande y enjuto, como un doble de Fumanchú.

-Qué pasa. Qué queleis. Tenía un acento valenciano cerrado. Se me hacía extraño, como aquella ocasión en que me presentaron a los hijos de la Mari, la hija de la señora Angustias, que se había desposado con un uzbeco de origen mogol. Los niños tenían los ojos rasgados pero un profundo acento sevillano. Un choque para la vista y el oído.

-Necesito que nos enseñe las muestras de las nuevas quecas. Me envía Xuan.

-Xuan, cablonazo bulgalés. Aún nos debe palte del envío. Aquí no va a sel posible. Tendléis que adquilil las cueldas en Valencia, en la tienda del arrabal, junto al puente del Tulia. Pelo bueno, pasal y os enseñalé la fáblica. las quecas sí te las puedo facilital.

Había muchas personas devanando hilo de algodón. Otros trabajaban preparando embalajes. Al fondo vi unos contenedores, de color verde, como los que emplean en algunas ciudades para la recogida de basura. Norberto se quedó hablando con Fumanchú.

Yo me fui hacia los contenedores, sin dejar de observar la velocidad de devaneo de algunos de los orientales. Hacía mucho calor en la fábrica. Un par de hornos de gas o electricidad, con la puerta de cristal, dejaban ver su interior rojo fundición.

-Son ladlillos pala peana.

Me volví. Quien hablaba era una niña de unos 15 años, por su estatura, aunque no soy bueno calculando edades. De hecho la primera chica con la que salí al cine y luego llevé a casa para presentarle a mi madre y a mi abuela, había ido al colegio con esta última. Ahora quedan de vez en cuando para tomar café en una residencia de ancianos del centro de la ciudad. Pero a mi me gustaba. Y la chica china también.

-Tlabajamos una figuras de santos y santas clistianos, pelo también santas del cine.

Yo me encalgo de vestil a las santas. Luego las envían a distintas iglesias.

-¿Así que se venden en las iglesias?

-Sí, en las de Japón. Les gusta mucho la imagen de la vilgen Malilin. Como tiene el cabello lubio y los ojos tan glandes. Muchos japoneses se han conveltido en clistianos.

Delante de la niña había un montón de muñecas de goma, con distintos rostros, algunos muy conocidos: Marilyn Monroe, Rita Hayworth, Beyoncé, Ana Belén, la cantante y actriz, Santa Teresa de Ávila, Jesús Gil, los hermanos del grupo Estopa, los hermanos Del Río,… muchas muñecas.

Las cabezas por un lado, los cuerpos por el otro. La chica tomaba un cuerpo y le ensartaba una cabeza, de la que pendía un hilo de los de algodón, los mismos que había en el taller de Xuan.

Alrededor del hilo iba sujetando distintas prendas de vestir, que así quedaban sujetas sobre el muñeco, pero sin vestirlo del todo. Como las actrices que al abrir la puerta y encontrarse con quien no esperaban se cubren el pecho con lo primero que encuentran.

Luego los colocaba en una caja de plástico. Cuando la llenó, apareció otra niña, esta algo más bajita, no más de 1,40 de altura, que corrió con al caja hasta otra de las mesas.

Dos trabajadores sacaron una batea de uno de los hornos, con peanas de cerámica al rojo vivo. Las pintaron con un producto de vitrificado o lo que fuere, con unas pistolas aerosoles. No llevaban máscara, así que su cara parecía la paleta de un pintor, toda la cara llena de pequeños puntos de colores.

Caminé por la nave hasta llegar a los contenedores. Me ayudé de las dos manos para levantar la tapa de uno de ellos. Me empiné sobre un estribo para ver lo que contenía. No veía nada, así que solté la puerta y me icé con las dos manos. El peso me venció, cayendo dentro del contenedor. Con el golpe de mi cuerpo, todo el contenedor se estremeció y su puerta se cerró sobre mí. Se hizo la oscuridad. Olía a pescado y había agua. Estaba empapado. Noté un movimiento viscoso entre las piernas, algo se coló por mi pantalón.

Empecé a gritar y a dar manotazos. Atrapé algo, que podía ser una serpiente o una pescadilla o… La puerta se abrió y unas manos me cogieron de las orejas, tirando hacia arriba. Me así al borde. Me cogieron del tiro del pantalón y me rescataron. Aterricé sobre la nave.

-¿Te gustan la angulas crudas? Entre risotadas, Norberto me explicó que en esos contenedores criaban anguilas y que las enviaban vivas, junto con las muñecas, a Japón y otros países asiáticos.

Una de las chicas chinas se acercó, me cogió de la mano y me llevó a unos vestuarios.

Me entregó un mono de color amarillo, con remaches en color plateado y negro. En la espalda el número 9 y debajo escrito con letras semejantes a ideogramas, Tanzano. Me sequé con una toalla la cabeza, me desnudé y me aseé en un lavabo. La chica no se movió de allí. Me sequé el cuerpo con la toalla. La chica me frotó la espalda con una esponja dura como piedra pómez, que me hizo entrar en calor rápidamente.

Me vestí con el mono y salí de allí, con la ropa mojada en la mano, descalzo. No había encontrado los zapatos. Bueno, las botas. Seguro que algunas de las anguilas las habrían alquilado ya como guarida, allí en el contenedor. No pensaba volver a meterme allí para recuperarlas.

Norberto se me acercó y salimos de la nave.

-Tenemos que ir a Valencia a por las etiquetas y la hiladura. El chino dice que no tiene en este momento, así que lo compraremos en una tienda de la ciudad. Pero yo tengo trabajo aquí. Me van a pintar la furgoneta y la van a cargar de anguilas y de muñecas. Tenemos que llevarlas a Madrid, para que Xuan tome la decisión de incorporarlas a su catálogo de productos. Pero las etiquetas son importantes. Tienes que volver a Valencia y encontrar esta dirección. Allí te las venderán. Nos veremos a las 16:30 en el parque de la estación. No falles, ¿eh?

-¿Cómo voy a Valencia?

- Ahora va a salir un camión de anguilas hacia el Saler. Te dejarán allí. Luego se irán hacia Sagunto. Al puerto.

Alguien me cogió de la mano. Una de las chicas me acercó hasta un camión de 6 ejes, enorme. Subimos a la cabina, con gran esfuerzo. El chino enteco me sonrió. La niña me tocó en el brazo y me dio unas zapatillas de esas que se atan alrededor del tobillo. Unas espardenyes d’espart, creo que las llaman.

Giró el enorme volante, apenas un cuarto de vuelta. El camión dio una vuelta completa y nos pusimos camino de Valencia.

-¿Es verdad que venden las muñecas santas en Japón? Le pregunté, por romper el silencio y hacer el viaje más agradable.

-Clalo. Pelo no solo allá, también en Kolea del Nolte. Hay mucho clistiano en esos países. Malilin es una glan misionela.

Me contó que los fieles entraban en éxtasis en las iglesias, antiguos templos sintoístas reconvertidos. Por lo visto durante la celebración sonaba música romaní, mientras los predicadores, que eran en su totalidad brasileños, bailaban y cantaban y los fieles, al ritmo de canciones de rock interpretadas por orquestas de origen rumano colocaban su ofrenda monetaria a los pies de las muñecas de Marilyn y otras actrices.

-Santa Telesa tiene menos éxito. Ahola vamos a lediseñal su lopa. Le hemos encalgado un estudio a la tienda de Zala en Tokio. Selá todo un éxito. Segulo.

El camino se hizo corto. Durante el trayecto la niña se encaramó a las rodillas del chino. Abrió una fiambrera y se dedicó a darle de comer tallarines con carne y palillos mientras el chino conducía.

Cerré los ojos. Me adormilé.

Cuando la niña me dio un codazo, me encontré frente al mar.

Me dejaron en la playa y me dispuse a conocer la ciudad mientras buscaba la dirección de la tienda.

-¡Ay! A la pata coja volví la planta de mi pie izquierdo para ver lo que había pisado. Tenía clavada una chapa de refresco. Me la quité y empecé a sangrar. "siga jugando" era la inscripción que tenía la chapa en el plástico de su interior. La tiré en una papelera y seguí andando. La tienda estaba por el centro. Tendría que preguntar. Alguien se dirigió directamente hacia mi, con la mano extendida. Extendía la mía. Me colocó una moneda de 50 céntimos en la mano.

-¡Que dios te bendiga, hijo mío!

Guardé la moneda en el bolsillo trasero.

-Gracias, señora.


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