24 de noviembre de 2006

Pablo: Paraiso de las viandas

A la izquierda de la recepción del hotel se abre un espacio diáfano, cubierto de plantas de jardín tropical o americano: palmeras, palmeras y más palmeras, estas últimas robustas y bajitas, como guerreros. Más allá una escalera con balaustrada de madera e incrustaciones doradas y alfombra de color rojo, como la que se extiende en los premios de cine.

Mis compañeros me animaron a bajar por ella, iniciando la conversación uno de los gemelos:

-Bazofia europea, ¿eres un ciudadano del mundo, un mariquita con posibles?

-Al Matafi, por favor, permítele que se acostumbre a nuestro sentido del humor progresivamente. No le atolondres con tu imaginación.

-De acuerdo Al Batafi, seré tan precavido como la paloma que inicia el vuelo ante la presencia del halcón.

-Mis queridos amigos, propongo que cenemos en el Cortijo de Almendralejo, que dedica esta semana sus cenas al orondo Aragón.

Pensé que era una buena estrategia para hermanar regiones, como celebrar la semana del cocido madrileño en Guipuzcoa.

Entramos en el restaurante, que estaba situado en el subsótano, dos plantas por debajo de la recepción. Habían decorado el exterior de este área como una calle americana, incluidos los semáforos de película de los años 40, cuyas luces cambiaban del gris oscuro al blanco, mientras un actor árabe, vestido con un traje negro, botas de montar y gorra de plato dirigía el tráfico de los transeúntes a golpe de silbato.

Carteles luminosos colgados sobre estructuras metálicas o suspendidos sobre nuestras cabezas por cables de acero casi invisibles, anunciaban espectáculos y variedades.

Uno de los carteles rezaba: "Bienvenidos a Extremadura, tierra del ajo blanco, las gachas y el pan sin levadura. Hoy: La noche aragonesa. Se ruega confirmación". Nos encaminamos al local, que por dentro estaba decorado como el mesón de carretera que conocí en mi viaje a Valencia. Debía pertenecer a la misma franquicia.

Mesas de madera coronadas por jarrones de vino, velas de sebo tan grandes como cirios pascuales y una hogaza de pan.

Me senté entre Al Batafi, el más serio de los gemelos y el ciego. Enfrente de mi Salfuman, el hombre que me había tirado los tejos en el casino. Nada más sentarme noté su pie reptando por mi canilla izquierda.

Retiré la silla con violencia al tiempo que escuché un ¡Ay! detrás mía. Una señora, también sentada a la mesa, pero a mis espaldas, se acababa de manchar el escote con una cucharada de sopa. Le pedí disculpas. Me escupió, diciendo:

-Mis tetas rebosan por su felonía, mamarracho. Melchor de baja cuna. Tunante amanerado.

Me volví hacia mis compañeros de mesa y volví a arrimar la silla al borde, lo suficiente como para que el pie de Salfuman alcanzara mis gónadas escrotadas. Intenté clavarle un tenedor en el meñique de su pie, hizo una sonriente mueca de dolor y lo retiró, mientras yo hacía una auténtica. Acababa de ensartar parte de mi músculo sartorio con el tenedor. Lo dejé ahí, hasta que se me apsara un poco el dolor.

-¿Qué vamos a comer hoy, mis queridos amigos? Les propongo un poco de pernil con pan a la catalana, para empezar, y unas croquetas de bacalao.

-Bueno es el inicio de una gran velada aquella a la que viandas de primera acompañan, regadas con la sangre del profeta cristiano, servida en copas de plata y escanciada con primor por doncel envarado por el pulso del amor.

La copla de Al Matafi hizo reír al ciego, que tomó una de las cartas de la mesa y empezó a leer en voz alta. Cada uno de nuestros acompañantes eligió un plato. Pronto me llegó el turno.

-Patatas a la riojana.

El ciego dejó la carta sobre la mesa y una camarera se nos acercó. Vestía de mesonera, con una camisa blanca de volantes y minifalda ahuecada, unidas ambas prendas a su cintura por una faja de color verde que contrastaba con el negro de la falda. Debajo de la minifalda un pantalón vaquero cubría sus piernas. Sobre la cabeza un pañuelo atado a la nuca con un lazo, al estilo de los bandoleros antiguos.

-¿Podría traerme otro tenedor, por favor?

-¿Se le ha caido? No se preocupe. Yo lo recogeré. Se agachó con cierta pose remilgada, mitad cuclillas, mitad rodilla en suelo. Vió mi muslo lacerado, el charco de sangre sobre la tarima encerada, se tapó la boca ahogando un gritito y se marchó con paso ligero. No volvió a pasar por nuestra mesa.

Pidió el ciego para todos nosotros, entregándole la carta a la mesonera. Al momento sirvieron el jamón, el pan con tomate, una aceitunas de Obregón, otras negras y gordas aderezadas con eneldo y especias griegas, según comentó luego el ciego, unas gaseosas y tazones de sopa.

Todos sorbían la sopa, mientras que yo introducía una cuchara de madera casi plana, con la que tardaría algunas horas en vaciar la escudilla tamaño barreño que nos habían servido. Salfuman acabó su sopa, eructó con satisfacción y dio una palmada. Al momento la mesonera se acercó con una sopera de barro y le rellenó el cuenco.

-Anímese a sorber, mi querido amigo. Si no lo hace, el resto de comensales pensaremos que desprecia la comida. Y eso le traerá problemas. Le tacharán de desconsiderado y anti algo. Problemas. Muchos problemas.

Tiré la cuchara junto a la pata de la mesa, porque apenas restaba espacio sobre la tabla y me bebí la sopa. Cuando terminé, Al Batafi se puso de pie, se situó a mis espaldas y me atizó una palmada con fuerza en las vértebras lumbares. Tosí como recién atragantado, babeé y moqueé algo de sopa y por fin, eructé, emulando a los comensales. Todos se rieron a carcajadas, mientras yo restregaba la manga sobre mi nariz y me sonaba con un trozo de papel de cocina, que me tendía el ciego.

Con las patatas a la riojana y los segundos de mis acompañantes trajeron unos boletos. La camarera nos pidió que dejáramos los primeros en el suelo. Le hicimos caso. Se hizo algo de espacio sobre la mesa, así que cada uno de nosotros depositó su boleto junto a él, bien extendido para que se observaran los números.

Desde un estrado, un escenario pequeñito, esquinado, sobre el que destacaba un piano blanco de cola sentado al cual estaba un chimpancé vestido de domingo, una camarera se encaramó a la cola del piano, montó una mesa plegable, como las que se utilizan en la playa y sobre ella desplegó un bingo de juguete y un bastidor de plástico rojo.

Dio unas vueltas al bombo, cantó un número, se lo mostró al chimpancé, que a esa distancia era el único que podía verlo y lo depositó sobre el bastidor. Se bajó del piano. El mono recogió los bártulos y se marchó detrás de la camarera. Los comensales aplaudieron.

-¡Aquí, aquí! Grito uno de mis comensales.

-¡Le ha tocado, bazofilla europea, le ha tocado!

La camarera del bingo y el chimpancé se acercaron a nuestra mesa, con una gran cesta de plástico. La depositaron junto a mí, mientras el resto de clientes aplaudía y vitoreaba en todos los idiomas posibles. Me puse de pie e hice varias reverencias.

Para darme cuenta que a quien vitoreaban era a un hombre con gorro de cocinero, sobre el que se había colocado otro, de piel de marta, astracán o visón y con dos enormes orejeras recogidas sobre el tambor del gorro. Lucía un abrigo enorme, también de pelo, por debajo del cual asomaba un delantal, manchado de salsa mayonesa, tomate y azafrán. Saludó desde el pequeño escenario, se sentó junto al piano, esperó que llegara el chimpancé y se puso a cantar una isa canaria. Miré la cesta. Contenía todo lo que uno necesitaría para hacer una fabada o un guiso con judías: panceta, tocino, bacón, dos jamones curados, un saco de alubias blancas, otro de rojas, pimientos, tomates, una ristra de ajos, cebollas, vino blanco, tinto, pimentón, de todo y en gran cantidad. Habían colocado una banderola sobre una de las asas, medio enrollada, con el número 21 impreso en letras grandes. Miré el boleto que aún se encontraba en mi lado de la mesa: El 12. LA camarera o el chimpancé debíasn ser disléxicos. Pero no dije nada, porque según mi abuela, la cortesía del anfitrión la acepta el comensal sin rechistar.

Me senté y me levanté de un respingo. Alguien había ocupado mi silla mientras tanto, así que al sentarme noté algo a la altura de mi trasero. Me volví. El ciego hablaba con Al Matafi al otro lado de la mesa, mientras que de este lado permanecía sentado con los pantalones a la altura del suelo y su badajo o lo que fuera entre las manos.

Lo miré. No, no era eso. Lo que tenía entre las manos era una morcilla, lo que había en el suelo era una servilleta, no sus pantalones, y lo que decía era lo siguiente:

-Es a esto a lo que me refiero cuando hablo de bazofia europea. Comida desestructurada, hecha de retazos animales, pero con un sabor exquisito. Chorizo, gachas, migas, morcilla, chicharrones, sesos rebozados, yogur sabor plátano, macedonia de frutas, revuelto de setas y gambas, bazofia europea, lo mejor de lo mejor.

Me senté en la silla del ciego, que blandía con tal fuerza la morcilla que acabó por escaparse de entre sus manos, yendo a parar al escote de una dama, justo en la mesa de enfrente. La dama se volvió con la morcilla en la mano, miró al ciego y sonrió.

Dejé de observarla y me concentré en lo que acababa de suceder. Sentía remordimientos. Había pensado mal del pobre ciego. Y sin motivos, porque se había comportado con mucha naturalidad y corrección hasta entonces. Eso, hasta entonces.

Una mano comenzó a descender por mi espalda, hasta alcanzar mi sacro, introduciendo dos dedos entre la ropa y mi piel. Me puse de pie de un salto, lo que aprovechó la mano para alcanzarme de lleno, liberada de la presión de la silla sobre sus nudillos.

- ¡Que no, oiga, que no!

- Pero Pablo, hijo mío. Si esto es como el rascar.

- Le he dicho que no. Verá yo le tengo aversión a todo eso.

- Pero Pablo, hijo, al menos pruébelo una vez. Para decidir después.

-Ya lo he probado. Bueno, no exactamente así, pero casi. Hace cinco o seis años que mi abuela se empeñó en curarme un constipado de vías altas con un supositorio rectopulmo. Pero estaba caducado, así que acabé en urgencias y me tuvieron que hacer dos lavados. Uno de estómago y otro de ano.

-¿De estómago?

- Sí, porque lo que me había sentado mal era la cena. Sardinas en aceite. El rectopulmo sólo me provocó diarrea. O quizás fuera responsable la lavativa.

-Bueno, siendo así, sólo nos queda tomar una copita en el salón de baile. Y disculpe por las molestias, Pablo.

Salimos de allí hasta el salón de baile. En la puerta me recordaron que la cesta era mía, que la había ganado. Volví a por ella. Con la ayuda de dos camareras me la encaramé al hombro, como había visto muchas veces hacer al hombre del butano, antes de ascender los 9 tramos de escalera hasta casa con las dos bombonas y salí tambaleándome del comedor, camino de la sala de baile.

-Creo que primero voy a subir con la cesta a mi habitación. Ya bajaré luego.

-Déjela en el guardarropa Pablo. Ya habrá oportunidad de subirla.

Subí los dos pisos hasta la recepción. Y uno más, porque la sala de baile se encontraba en la entreplanta. Por el camino casi todas las personas con las que me crucé tuvieron que recoger algo de lo que se me iba cayendo. Me lo devolvían con un gancho, un mate o un tiro de tres puntos. La cesta pesaba cada vez más. Buen entrenamiento para lo que me esperaba.

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