19 de octubre de 2009

El autobús y el peluquero ghanés

Esta es la distribución aproximada de viajeros en el autobús que he tomado hoy en Alacant para llegarme al centro de la ciudad.
He utilizado 5 categorías: Funcionario; Paga; Cobra; Currito; Quién Sabe.
Funcionario identifica al conductor del vehículo; del resto no se nada; no pregunté.

Un Paga y un Currito pueden ser idénticos. Un Quién Sabe puede formar parte de la categoría de Paga o de la categoría de Cobra.
Cobra es cualquiera de los que no cotizan impuestos directos o al menos no me pareció que lo hicieran, a simple vista, claro, que no vale de mucho.

No tengo la intención de demostrar algo, tan sólo evidenciar que el barrio en el que ando en estos tiempos dista de la calle Serrano de Madrid una eternidad y que en el tema de impuestos los liberales se lo tienen que hacer ver, con sus continuas protestas por las subidas a que se les va a someter en el reloj Humblot o en la barcaza de 16 metros amarrada durante todo el año en el puerto deportivo de algún destino costero.

Quizás sea muy caro vivir en sociedad, pero aún no se ha descubierto una mejor manera de pasar los ratos. Ni trabajar solo conduce a excelentes resultados ni vivir solo -como, se me ocurre mencionar, el idiosincrásico y tarado personaje de Tengo una pistola- mejora nuestras condiciones de vida.
La realidad que me refleja el bus también me cuenta algo sobre los impuestos:
Que para la mayoría de nosotros son aceptables los indirectos, porque al fin y al cabo se nos diluye la percepción sobre ellos y dañan menos el bolsillo, si bien con mayor frecuencia.
Que cargar el precio de los bienes se hace desde siempre y no afecta demasiado a las cosas del comer. Una lechuga a 1, 50 no es más económica que otra de 1,52€, como tampoco el pan a 0,60 nos va a contagiar el escorbuto, enfermedad que sí podría capturarnos con las naranjas a 450 €, caso que no se contempla en este tiempo presente.
En este autobús me hubiera gustado ver a dos de los personajes que menos gracia me hacen y con los que sin embargo, comparto algo.

- A la inefable Palin, aquella señora que competía por la Vicepresidencia a los EEUU cuando se presentaba Obama. La excandidata populista y algo desinformada, residente en Alaska, ha nacido el mismo día del mes que yo. ¡Que asco!

- Al campeón de los intelectuales del PP, Arístegui, que se llama como yo. ¡Qué asco también! Menos mal que dispongo de un segundo nombre y de varios pseudónimos, para cuando las urgencias.

Afortunadamente hubo un individuo, considerado el fundador de lo que conocemos como coaching, Thomas Leonard, que falleció el mismo día del mes en que yo nací, según los convencionalismos.

Hablando de estos últimos, hoy tenía intención de recortarme el pelo, así que me he acercado a la única que he encontrado cerca de donde vivo. En la puerta, carteles con peinados afros, masculinos y femeninos y un cartel fotocopiado anunciando el día de Nigeria, son las 14 horas en España, las 15 en Atenas, me dicen que sí, pese a que hoy es sábado, trabajan por la tarde, Me voy a comer y regreso a las 16:30, las 14:30 en Lagos. Me atiende la única persona de la peluquería, un joven de poco más de 30 años, que, tras hablar en castellano limitado decido ayudar siguiendo en inglés. De Ghana. Limpia los accesorios de la máquina eléctrica con una brocha de afeitar, le añade un chorrito de ¿aceite de engrasar? Y otro de ¿gomina líquida?

Me coloca un babero de barbería, de color negro y un trozo de papel higiénico alrededor del pescuezo
La rasuradora corre más sobre mi pelo largo y lacio; cambio de cepillo accesorio, previamente librado de los restos de algún cliente anterior con la brocha que empleó con anterioridad.

La higiene es un concepto demasiado moderno y responsable de muchas de las dolencias crónicas actuales, así que supongo en esos momentos que una buena inmersión en este entorno ligeramente diverso del mío me vendrá bien.

La máquina se enreda y tira de mi cabello, Tras unos minutos de insistirle al lateral izquierdo de mi testa, mientras que en la tele que hay a mis espaldas parece transcurrir una insulsa escena de película de sábado tarde, decide cambiar a las tijeras. ¡Dios, cualquier dios, gracias por dotarnos de inteligencia!

Entre tirones, tijeretazos y un cuidado interés por mi cabellera, del que desconozco el origen incluso ahora, que ya he recuperado la normalidad, finaliza su labor. Satisfecho, me libera de los restos de cabello empleando el secador de mano, a velocidad máxima. Revolotean por todos lados y alcanzan el suelo y los enseres de alrededor.

El último toque lo recibo en forma de crema verde sobre la cabeza. Un leve masaje, como pintando a la muñequilla, me abrillanta la calabaza. Salgo de allí, tras depositar 6 euros en su mano.

Ya podría animarles el Ayuntamiento a formarse en peluquería. Seguro que fortalecer sus habilidades cuesta menos que el pantalón italiano o el bolso Lui Putón de cualquiera de los que gobierna esta tierra. Muchos de los asientos que en el autobús he señalado como ¿Quién sabe?, son de la categoría social de mi peluquero ghanés. No son dependientes, pero nos gusta verlos así, por lo de los impuestos y el reparto y tal.

Hope seeing you again! I hope so, too, my friend! Seguro que vuelvo.

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10 de octubre de 2009

Dependencia. Una casualidad

La gente de la que hablo en el post no son de la misma raza que los de la foto.
Nos han creado una falacia plena de corbatas y trajes sastre en la tele y hasta en la radio -por como hablan los asesores- que parece corresponderse con la realidad, cuando apenas un porcentaje ínfimo de la población mundial es y viste así. A veces, a fuerza de repetir el mensaje falso parece que alcanza visos de realidad.
Como el dinero que se invierte en desempleados y dependientes, donde seguramente computan cosas que no son de esas partidas, mucho más reducidas y modestas en este país de cartón piedra que las que se manejan en otros países, tachados de liberales, como Escocia, o de derechas, como Alemania.

Fue una casualidad. Volviendo de comer juntos, mamá y yo, poco próximos en la edad, pero mucho más cercanos que en mi nacimiento y más allá.

Apenas apearnos del bus de la Masatusa, empresa con nombre propiedad intelectual de Gabo, de Matanzas o más allá, le vemos aparecer. Los ojos, una ralla a la altura de la otra, sin llegar a la simetría que caracteriza la belleza superficial; la calvicie, accidentada, con los recodos del insomne, las arrugas prestantes, el torso entre fuerte y ancho, la edad reluciendo entre los rasgos. Prudencio.

Un nombre adecuado para el sujeto, un conocido de los tiempos de la plenitud posadolescente y preadulta. Que va bien, todo bien, que cuánto te vas a quedar, que ya no trabajo allí, que la psoriasis me invadió las manos, que mamá asiente, caminando a pocos centímetros de un tropezón de pies entre ambos tres. Que mi madre –es Prudencio quien reivindica esta carta de poder máximo- ya tiene 93 y que nos gastamos 850 en las dos mujeres, una de tal hora a tal y la otra de tal a tal.

Su historia me recuerda a la de otros que mientras esperan la valoración, consumen sus ahorros en pagar americanas, acudir al médico privado para los temas de a pie y tirar de la familia, claro.

Le digo que quizás la joven que camina a unos pocos metros delante de nosotros –alta, curva, rubia, preadulta, el estado de plenitud de cuando la Naturaleza muestra su poder- podría encargarse del trabajo, broma de hombres entre hombres. La sonrisa dibuja la tercera línea en su rostro. Tres en línea, tres en rayas, tres rayas.

Que si te vas a quedar entonces por aquí. Que sí, unos meses y tal, en un proyecto, ¿de lo tuyo? Bueno, de temas de personal y así. Pocas explicaciones, que ya habrá nuevas ocasiones en las que someterme al tercer grado.

Pruden, Prudencio, otra más de las víctimas de la indefinición. Estudios los precisos para ser un gran amenizador del aperitivo a base de vino del malo, -a ser posible manchego, por los nombres que se gastan, señorío de los llanos, viña albali, yeste- compartido por parados y jubilados. Un repertorio showman que se abastece de los resúmenes de filosofía de sexto de bachiller, previo al preu o al cou y de los diarios leídos a diario que conforman su peculiar carácter, mezcla de sorna óptima y expresión aceitunada de la rutina de la longividad. Entre Woody, ministras, consejeros y los diversos y profundos richards alemanes (Richard Shopenhauer, Richard Hegel, Richard Nietsche, Richard Wittgenstein, Richard Echevarría, Richard Bateson), bien pueden merecer una docena de chatitos, previo al tedio de la comida y la tarde ya tiempo abandonada de siesta. Su cara es un reflejo social, abrupto, nariz de patata y cinismo depresivo, ironía allí, al fondo a la derecha, pegado a donde la desilusión, un par de décadas más allá, justo de la zona de la que hablan los bocadillos de Forges.

Que ya nos vemos. Adiós. ¡Mira lo que te ha dicho! Que bienvenido. Quizás espera que le conteste, ella, me refiero a mamá, pero después del ¡Adiós!, queda nada que añadir. Hasta la próxima. Entre dos coches ese par de jóvenes, sentados sobre papeles, en la acera, esperando a que aparezca el propietario del vehículo que les traslade a donde fuere, quizás un poco más acá de donde los preadultos comienzan a perder esas cosas que no se tocan y que les lleva a hablar de las americanas que cuidan a las madres de estos sujetos por un poco de dinero que se les hace, no obstante, una montaña, porque se alimenta de recursos muy escasos en el origen, un paro por allí, una incapacidad por allá y dos chapuzas en domingo.

Para definir la dependencia, para conocerla, no hacía falta una ley, ni tampoco una caterva de empresas de servicios adornadas de administrativos y papelería. Con un par de americanas de a 400 por un rato, comida incluida, claro, buen trato garantizado, ya nos apañamos.

Que eso de medir el grado de no sé qué a alguien de 80 y más, para determinar, vía formalismo formularil si es del 40 o del 60, si merece el servicio o si mejor reconvierte su casa en la hipoteca inversa –esa no se veía en las Comunes ni en las Especiales de sexto o de cou, me refiero a las matracas, las Matemáticas de los números invertidos-, cuando un par de americanas pueden hacerse cargo del 70 por ciento del problema por una cantidad neta, muy inferior a la que solicitan los servicios de calidad, esos prestados con uniforme, por personas disconformes. Y si en lugar de americanas, marroquíes, pues que le digo que le dicen que también.

Todo el decurso me ayuda a subir por las escaleras, que estas viviendas, repletas de dependientes en potencia, adolecen de ascensor. ¿Abres tú? ¿Ya has llegado? Me conozco cuántos escalones hay y cuando me subo los tramos cuatro veces al día, me digo, ¡joer, qué bien me van a ir las piernas cuando llegue a los 90!

Estoy a punto de contestarle que igual a los 90 no tiene necesidad de hacerlo, que la inversa la colocará en su sitio, en cualquier sitio, como dependienta. Pero me abstengo. Vaya a comenzar a decirle a Prudencio que su hijo, yo, quiere colocarla de dependienta en algún sitio, hasta los 90 y más allá. Only love can break your hearth. Neil Young.

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