4 de marzo de 2007

Pablo: El baile de los smarties

- Una sala de baile, hijo mío, es señal de felicidad. Qué recuerdos de aquel Pasapoga, que llamábamos pasa y paga, aunque yo no pagaba, claro. Yo era muy guapa. Siempre había un caballero dispuesto a invitarme. Pero no por nada, no te vayas a creer. Que yo siempre he sido muy decente. Pregúntale si no a la abuela. Ella te contará. Y qué salones. Con todos esos caballeros en traje de lana o chaqueta tweed y pantalón gris o de color tostado, con los zapatos bien lustrosos y el Lucky Strike o el Camel sin filtro en la mano izquierda, al del solitario. ¿Sabes qué es eso, Pablito? Un diamante, bueno, un brillante de al menos 5 quilates, engarzado sobre una base de oro de 24 Qts. Yo, por aquel entonces sólo prendía un Kool mentolado, de vez en vez. ¿Verdad abuela?

Me habían venido a la cabeza las palabras de mamá, que ella solía repetirme mientras disfrutaba de algún programa de variedades y baile en la televisión de los sábados por la noche.

En el último tramo de la escalera decidí sentarme. Le comenté mi cansancio al ciego, quien dirigiéndose a los dos hermanos gemelos, les solicitó sujetar la cesta que aún reposaba sobre mi dolorido hombro.

- ¿Tú estás bien, mi friend?

Me levanté recogí la cesta y caminé con ella hasta la entrada del baile, donde un par de personas se hicieron cargo de ella, depositándola ¡en vertical! entre varios de los abrigos de piel natural o sintética que se acumulaban sobre el mostrador.

Como la cesta no estaba protegida por celofán alguno, muchos de los productos rodaron por el suelo, aprovechando la pequeña pendiente que formaba el acceso para minusválidos que habían construido. Me creó cierta perplejidad ver la rampa justo a la entrada del baile. Me parecía más natural que la hunieran construido junto a las puertas de acceso al hotel. Pero allí no había visto ninguna.

Muchas de las personas que pasaban a nuestro alrededor se abalanzaron sobre las viandas, recogiendo frascos de tomate, botellas de sidra y vodka, tubos de pastillas de chocolate smarties y otros contenidos de la cesta.

Alguien se guardó una ristra de chorizos en el abrigo de piel; otra persona se desabrochó el pantalón y se colocó una botella de ginebra inglesa a la altura de la cintura, sujeta por la correa del cinturón de seguridad que llevaba debajo de la ropa, uno de esos con monedero para viajantes y turistas temerosos o precavidos. Cuando volvió a abotonar su pantalón reviví la escena en la que Mae West le preguntaba a Groucho Marx si éste se alegraba de verla. Miré hacia los gemelos. Uno de ellos tenía la misma mirada que la actriz en aquella escena.

Dos señoras que supuse de origen filipino, por su extraordinaria belleza oriental, se peleaban por los tubos de caramelos de chocolate; una de ellas sostenía el tubo pequeño con la mano izquierda, mientras con la derecha pugnaba para retirar el grande de la entrepierna con que lo sujetaba la segunda señora, ante la mirada condescendiente de un caballero árabe.

- Curiosa conducta. Me recuerda la etapa de mi vida durante la que me gané el sustento pidiendo limosna por las calles de las principales ciudades del mundo. Si alguien tropezaba con mi sombrero y desperdigaba las monedas alrededor de la acera, se podía afanar durante minutos, pidiéndome disculpas mientras, rodilla en tierra, recogía los céntimos para devolverlos al sombrero. Pero si alguna vez, por aburrimiento, lanzaba unas monedas a esas mismas calles, oculto desde una esquina, las mismas personas se liaban a mamporros para apoderarse de los céntimos. Lástima que sólo podía escuchar las broncas. Lo que hubiera dado por verlas. Ésta ha debido ser estupenda, ¿verdad, Pablo?

Recogí los productos que habían quedado ocultos debajo del mostrador del guardarropa y
algunos que se habían colado en los bolsillos de los abrigos colgados en las perchas y se los entregué al personal de la entrada. Los pusieron nuevamente sobre la cesta y alzaron esta hasta el altillo que había justo encima del perchero. Nos dieron unas entradas y unos tiques y nos dirigimos al baile que se ocultaba tras la cortina roja. Creo que el Pasapoga también disponía de una. Mamá lo mencionó en ocasiones.

El ciego y los hermanos se dispusieron a consumir algo en la barra, mientras yo di una vuelta alrededor de la sala de baile. El local estaba dividido en varios espacios. Al mirar hacia el techo observé varias estancias justo encima de donde nos encontrábamos. En cada una de ellas el ambiente cambiaba, porque las personas que desde los miradores contemplaban la pista en la que me encontraba movían la copa de la mano con distintas cadencias. En la planta primera la música debía ser atronadora, porque los vasos se agitaban con fuerza y había más espacio entre las personas que en las plantas superiores. Sería apra evitar salpicarse las unas a las otras. Decidí subir a conocer cada una de las plantas, pero entonces alguien me aferró del brazo.

- Tú bazofia europea, detenido. Tú no paga habitación. Tú pierde mano derecha.

Un hombre negro vestido con indumentaria de baloncesto, gafas de sol y auricular del servicio secreto me sujetaba, mientras otro, blanco, mucho más bajo y con indumentaria similar me espetaba esas palabras.

- Tú acompaña a nos ahora.

Salí de la sala de baile sin que mis acompañantes se apercibieran. Los dos guardaespaldas o policías o jugadores me llevaron casi en volandas hasta la recepción del hotel, donde un hombre vestido con traje negro, camisa blanca y corbata con la enseña del hotel me miró severamente.

- Usted ha abusado de nuestra hospitalidad. Tarjeta de crédito es tarjeta no válida. ¿Tú que dices? Bazofia no. Usted ya no bazofia. Tú basura. Paga o cárcel.

Hacía tal esfuerzo por dirigirse a mi en español que a veces dejaba de respirar, por lo que sus órbitas se abrían con expresión de sorpresa y permitían asomar sus globos oculares, de por sí saltones, como si quisieran ellos mismos registrar en mis bolsillos.

- Siento cualquiera de las molestias que le haya podido provocar, señor, pero ha habido una confusión y si me permite adoptar una postura le resarciré de las molestias tan pronto aclaremos la circunstancia.

Me sorprendí. Mi discurso era irreconocible. Tanto viajar me estaba cambiando. Transformando en un hombre adulto, educado y convincente.

- ¡Basta! Tú al cuarto. Tus palabras grabadas en máquina de voz. Condenado rabón europeo.

Con cara de satisfacción mostró un teléfono móvil, al tiempo que les hacía una seña a los jugadores que, esta vez arrastrándome por las axilas, se dirigieron a una habitación próxima a los ascensores. Abrieron la puerta de una patada y me empujaron dentro. Me bajaron los pantalones y me ataron las dos piernas por encima de ellos, a la altura de la tibia, con uno de esos precintos de plástico amarillo que se utilizan para cerrar sacas de transporte. Me hicieron cruzar las manos a la altura de la nuca y me las esposaron con otro de esos. Salieron del cuarto y cerraron la puerta con llave. Al momento volvió a abrirse. Asomó el blanco y sacándome la lengua, apagó la luz, cerrando de nuevo.

Me sentía como en aquella ocasión en que me quedé sin comer en el colegio donde estudiaba interno porque alguien me acusó de haber pintado los labios del crucifijo de la capilla. También me encerraron en un cuarto de pequeñas dimensiones. Entonces se descubrió que había sido Ramiro Alvalle, un compañero que solía traer los cosméticos de sus hermanas al colegio y que en un alarde de heroísmo y reivindicación de su género había pintarrajeado el rostro del crucifijo.

Pero yo me pasé todo el día y parte de la noche en aquel cuarto. Hasta que mi madre se dio cuenta de que uno de los platos de sopa que había servido para cenar estaba sin tocar.
Por lo que me contaron después, -al recogerme en el colegio de madrugada-, fue mi hermana quien le llamó la atención a mamá sobre el hecho y la abuela quien cayó en la cuenta de que esa noche se iba a acostar sin la ración de besos y abrazos de su niño.

Entre pensamientos y recuerdos cerré los ojos y me dormí.

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