29 de junio de 2005

Pablo: Con mi cuñado


-¡Me tienes que devolver el traje!

-¡Por dios! ¿Qué haces!

-¡Hola cuñado! He perdido la chaqueta, ¡Lo siento! Pero te puedo devolver el pantalón.

Mientras me bajo el pantalón, noto que la ropa interior sigue atrapada por el pegamento y que abandona mi cuerpo, a un ritmo ligeramente menor que el del pantalón, deslizándose con escaso ímpetu.

Mis carnes van quedando a la luz de la planta 22 de este edificio. Alguien se asoma a la entrada de la estancia y al ver la escena dice, "¡perdona!, vuelvo luego".

La cara de estupor que dibujan los arcos de las cejas en mi cuñado dejan pocas dudas.

Le tranquilizo. Al menos es lo que quiero transmitir. Serenidad en el momento.

-He sido previsor y traigo ropa en la mochila.

-¡Subete...! Y ¡tápate eso! ¡Podrías herir a alguien!

-Si, en el colegio ya me llamaban el tres piernas. En broma, lo sé.

-No, si no me refiero al tamaño, sino a... ¡Tápate de una vez!

-¡Perdona!

Mis manos, sujetando de las presillas, inician el camino a la inversa, pero los calzoncillos se resisten, liándose entre las perneras del pantalón. Consigo subirlo completamente y abrochar de nuevo la botonadura de la bragueta. Los calzoncillos se han enrollado un poco. El tiro del pantalón abulta como si hubiera escondido una pequeña barra de pan entre mis piernas.

-¡Venga, vamos a trabajar! A ver ese cuestionario que me has traído.

La energía de mi cuñado. Stephen Covey en estado puro.

Saqué el dossier, bueno, los folios doblados en cuatro, del bolsillo trasero del pantalón, los alisé sobre la mesa de cristal de su despacho y se los dí en la mano. Ví que tenían algún tachón en negro. Nada serio.

Sólo había encontrado el Rotring de 0,8 para escribir las preguntas y estaba un poco seco; lo había agitado con violencia sobre el primer folio, para conseguir su colaboración. Y la había conseguido.

-El primer folio tiene un pequeño borrón. Bueno, dos. Pero es legible aún.
Miró las preguntas. Con un gesto de rabia los arrugó entre las manos y los lanzó contra la ventana más próxima, bajo la cual destacaba una papelera de diseño, en color azul cobalto.

Decidí evitarlo.

Me lancé a por la pelota de papel. Quería evitar esa canasta de tres puntos asistida a tablero. Tropecé -quizás porque el lío de los calzoncillos a la altura del tiro de los pantalones me impedía realizar movimientos atléticos- y caí sobre una mesa auxiliar de cristal, también de color cobalto.

Algo se rompió.

No sólo mi nariz contra la mesa.

Algo más.

Hasta la fecha no había comprendido con nitidez el efecto que la rabia contenida de un familiar o pariente puede tener sobre nosotros. Al menos sobre mi.

Me echó de su despacho, de esa estancia acotada por mamparas en tono cobalto traslúcido y cubiertas de gradulux en acero, casi con lágrimas en los ojos, mientras sostenía en su mano derecha algunos de los fragmentos de una figura de Lladró que representa a la Inteligencia y que segundos antes lucía sobre la mesa auxiliar.

Cuando salía de la estancia, del despacho virtual, me vino a la cabeza que mi cuñado sujetaba esos restos con la mano derecha, la misma en la que yo balanceaba el periódico que normalmente me acompaña.

¡Pero yo suelo hacerlo con la izquierda!

¡Qué extraño!

¡Claro! Me había dejado la bolsa con la ropa y el rotring de 0,8 dentro del despacho.
Si tuviera la bolsa sobre el hombro derecho, el periódico lo sujetaría con la mano izquierda. Hábitos.

Entonces... Bueno, ya lo recogería mi hermana, pensé.

Metí la mano izquierda en el bolsillo del pantalón e intenté acomodar mis calzoncillos.

Saqué la mano, me cambié el periódico de lugar y repeti el gesto desde el otro bolsillo.

Me dirigí al ascensor.

No conseguía recordar todas las preguntas que había preparado. Tendría que improvisar en la entrevista.

Noté las gotas que salían de mi nariz. El color de la sangre destacaba sobre la moqueta de color acero, como las persianas gradulux.

Arrugué dos trocitos de papel de la primera página del periódico y me los introduje en cada fosa nasal.

No quería quedar mal con la señora de la limpieza.

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25 de junio de 2005

Pablo: Más cerca de mi cuñado


En el libro los sueños de Einstein, Lightman, Alan, cuenta la misma historia desde los distintos ángulos del tiempo. Una belleza. Como la teoría de las cuerdas o algo similar. Cuando estás en lo alto, en la montaña, la vida se ralentiza. Cuando estás en la orilla de mar, por el contrario, se acelera. Aunque en la superficie del mar, en el mar mismo, una de las teorías no se cumple. ¿Cuál?...algunos conceptos se vienen abajo. O no alcanzo a comprenderlos. Será esto último.

Me lío.

Llegué al edificio. Impresionante. Arquitectura tipo objetivo 11 s con un poco de delicuescencia femenina en los bordes. Los adornos de hormigón te podían caer encima a poco el aire se lo propusiera como ejercicio de verano.

- ¡Buenas tardes!

Ni me miró.
¿Qué les ocurre cuando tienen el auricular en el oido? Ya, ya sé que hablan. bueno, por el micrófono.

- ¡BUENAS TARDES! -El yupi de al lado se sonrió. Creo.

- ¿Si? Con ojos de pescado fresco y cara de mortadela bolonesa.

Trabajar de ésto debe ser más duro que desmochar mazorcas por su nombre; vaya M...de trabajo.

- ¡Vengo a ver a mi cuñado!

- ¿Perdón?

- Al despacho...espere...143214567432143219 absalón_was not was.

- Sí, un momento. Es la extensión 123.

Quiero volver al refugio: la escuela, la tienda de chucherías de Tina o el KiosKo de venta y cambio de TBO's.

- Preguntan por usted.

- ¿De parte de quién?

- De Bligo, Om Bligo.

Contesto con la primera bobada que se me ocurre. No entiendo qué me ha despertado esta animadversión hacia ella. Quizás el desprecio que me ha mostrado desde el inicio. El yuppy se mueve. Miro hacia sus zapatos. Antes de llegar hasta ellos descubro el porqué del desprecio de la recepcionista. El tío tiene una erección. Así que les he debido interrumpir el período de galanteo.

Su cara dejaba pocas dudas.

- ¿Perdón?

- No, perdón no es mi nombre, Bligo es mi apellido. Señor Bligo.

- Del señor Bligo, creo... vamos...

La risa de mi cuñado llegó diáfana.

La hierática de recepción acababa de cortar la comunicación. Pero la risa se balanceaba sobre la cabeza del yupi de al lado. Cogí mi mochila y esperé-

- ¡Planta 22, segundo pasillo, tercera puerta, cuarta estancia, señor Bligo!
Menudo soy yo.

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Pablo: Que espere mi cuñado


Me siento en uno de los que están libres. Doy un respingo, por el dolor.

- ¡Disculpa, chaval!

Un tipo de origen asiático me sonríe desde arriba, mientras desengancha, con una fuerza demoledora, un anzuelo de mi brazo.

- Pero, ¿Qué coño...? Consigo refrenar mi ímpetu de emular a una cebra alfa. Al tipo se le demuda el rictus y la testuz parece amenazar mis apenas consolidados huesos craneales.

- ¡Con cuidado! ¿Eh?

El animal de origen asiático sonríe. Los dientes de oro atestiguan su dureza. Su sonrisa demuestra la tranquilidad que le he otorgado. Mi cobardía se la otorga, que no mi abogado.

Su cerebro me habla directamente, testimonio nonato de la telepatía. Tú te tranquilizas y yo no te zurro, viene a decir, más o menos.

Con la sutileza de una mantis religiosa, me destroza la manga del traje y algo más.

- ¡UahaahahahhayyyyyyyJJJJ!

Se me saltan las lágrimas. Del dolor.

- ¡Peldone senol!

El tren se detiene en mi estación.

- "Próxima parada... Cuzco"

Salgo del vagón, sin mirar atrás y sujetándome el brazo con la mano en la que llevo el periódico. Esta vez no es un periódico antiguo. Un ¡Qué! recogido en una de las papeleras de la estación.

Oigo como se cierran las puertas del convoy. Me vuelvo a mirar. El oriental me mira sonriendo.

Un par de cabezas de pescado asoman en la bolsa que sostiene en la mano.
¿Dónde coño habrá pescado esta cebra beta? Aquí no hay ríos. Bueno, al menos no de los que conocemos por los documentales.

Las 17h20'.

Mi cuñado me mata.

Y mi madre.

Aunque por motivos distintos.

Eso me consuela.

Me quito la chaqueta y la descanso sobre la papelera que contenía el periódico. Me desabrocho la camisa y, antes de quitármela, me desanudo la corbata. Me la guardo - la corbata- en el bolsillo delantero izquierdo. El brazo derecho no puedo ni moverlo.

¡Dolor!

Aunque aún es pronto, de uno de los pasillos emerge una joven, guapa, guapísima, de origen caucásico -centroeuropea del Este, vamos- con unas piernas demoledoras enfundadas en un vaquero elástico de color fucsia o fresa, no distingo tantos colores entre las piernas.

Detengo el gesto de quitarme la camisa.

Detrás de ella aparece un ciego. bueno un perro lazarillo, de color negro, al que sigue un ciego. Le cuelgan los cupones de la solapa de una chaqueta.

¡Me gustaría robársela! Bueno, cambiársela por ésta que ha quedado zaherida con el anzuelo que me han clavado.

Al pasar por mi lado, el perro, un labrador muy bien cuidado, manto brillante, zahino, corneas blancas y bigote enhiesto, como el de un gato, me enseña unos colmillos incompatibles con el término "animal doméstico"; su amo, el ciego, le imita. La dentadura del ciego es perfecta, cada pieza en su sitio.

La chica viajera se aleja, delante del ciego. Tranquila en el interminable pasillo.
Oigo pasos. Cientos de pasos. Me apresuro a curarme el brazo con alguna de las tiritas que siempre llevo en la mochila.

Mientras las busco, una, no una no, dos, sombras me ocultan la luz de los fluorescentes.

- ¡Su documentación, por favor!

Sólo tengo una mano libre, así que le extiendo el paquete de tiritas a una de las dos sonbras.

Me golpea el envés de la mano con su haz y se caen al suelo.
Allí ando. Aquí ando. La camisa sobre el suelo millones de veces pisado, la corbata sobre la papelera, la chaqueta...¡Coño, el ciego me ha robado la chaqueta!

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Pablo: En ruta


Al llegar a la entrada del suburbano una anciana llama mi atención. Sus manos están ocupadas. Ambas. En una sujeta una bolsa que parece muy pesada, por el modo en que se entreabren los dedos de esa mano. El logotipo de "pollo al ast" está decolorido. Dentro parece contener algunos moldes de aluminio, de esos que permiten ilusionarse al comprador con la idea de "siempre caliente".

El de abajo -hay dos moldes en la bolsa, lo sé sin saber cómo explicarlo. Cosas del cerebro.-, más voluminoso, debe contener el pollo asado; el de arriba, más largo y cuadrado, las patatas o quizás pimientos verdes, o salsas, o todo revuelto en una pastizara -los complementos suelen ser más caros que lo principal, el bolso, zapatos, gafas de sol, pañuelo y ropa interior, más que el propio traje; pimientos y patatas a la inglesa más que el pollo-.

No me he fijado en ella porque sí.

En la otra mano sujeta una correa extensible, al extremo de la cual un diminuto perro, un yorkshire terrier, permanece sentado, quemándose el trasero -los pelos del trasero, claro- sobre la acera, observando el ímprobo esfuerzo que le supone al ama abrir un monedero de cierre en zig -ese broche de metal, que consiste en dos piezas gemelas y opuestas, izquierda y derecha, que al entrecruzarlas con un esfuerzo mayor a medida que pasa el tiempo, dejan atrapadas en su tripa las monedas, los sellos y algún que otro recibo automático (sinónimo de ticket).

- ¿Puedo ayudarla?

Me miró y su expresión fue cambiando progresivamente de la sonrisa aquiescente a la desnudez de sentimientos.

- ¡Socorro! Gritó.

Me apresuré a bajar las escaleras del suburbano y a perderme en su profundidad. Espera mi cuñado.

- ¡Uno sencillo, por favor! El trabajador de la taquilla expendedora de billetes me miró. Raro. Él era raro. Me miró raro. Cogí el billete de metro y salí zumbando, escaleras abajo. Tres al final. Es que en las automáticas, las escaleras automáticas, no puedo controlar el numero de escalones.

El letrero electrónico, el luminoso, anuncia: Próximo tren en 2'. Me quedo mirándolo para que los segundos se consuman entre mi deseo por llegar pronto y el movimiento sin fin de la frase del cartel, formada por diminutos leds o diodos -no sé- de color rubí.

Oigo el sonido del convoy, más y más próximo; un viento cálido y con olor a consumido, como restos de café con leche en el borde de una taza, acompañan a la irrupción de la mole. Dentro del vagón que ejerce de cabeza tractora se ve la figura de un humano con camisa de uniforme, calva voluntaria y cigarrillo en la comisura.
Cuando me aproximo al vagón escucho una voz reconocible:

- ¡Socorro!

Es la anciana de la superficie a quien un sujeto acaba de robarle el yorkshire terrier, con el que huye escaleras arriba.

La cadena extensible cuelga de la mano de la señora. Parte de la cadena roza el suelo. En la otra mano sujeta la bolsa de "Pollo al ast".

Cuando llegue a su casa la comida se habrá convertido en légamo del Mediterráneo, por lo menos.

Aunque si alguien la acompaña a presentar una denuncia en comisaría, los polis pueden llegar a gradecer el detalle de la abuela. Ya me los imagino.

- ¡Mi perro, mi perro, mi bonita Yoli!

- ¡Señora! ¿Qué tenemos en esa bolsa?

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Pablo: Preparándome



¡Son las cuatro de la tarde! ¡Mi cuñado me mata! Siempre está con la frase de Valerio Lazarov en los labios:

- Como dice Lazarov, "un hombre con talento nunca llega tarde".

En el armario ropero no hay ropa limpia.

Al menos de la que ahora necesito. Así que recojo del suelo una de las camisas blancas que me regaló mamá cuando terminé en la Universidad y la estiro sobre la cama con la esperanza de que las arrugas desaparezcan.

Como no tengo éxito, me siento sobre ella, que está extendida en la cama -parece una escena erótica- y salto y salto. Pero el colchón ofrece muy poca resistencia, así que las arrugas se reproducen.

¡Idea! Tengo una idea. Salgo de la habitación y bajo las escaleras de dos en dos. En la sala de estar hay un tablero de ajedrez con las piezas colocadas sobre él. Hoy parece que todos los objetos y los sujetos están sobre algo.

Es lo que tiene el calor. Calentura. Deshago la jugada y retiro las piezas, que extiendo sobre el sofá. El tablero será útil para planchar la camisa.
Subo los escalones de dos en dos. Tropiezo casi al final. El tablero, de madera prensada, rebota sobre una de sus esquinas protegida por un marco de plástico. La esquina desaparece.

¡Mi madre me va a matar!

Ya me preocuparé de la muerte más adelante.

Extiendo la camisa. Las arrugas protestan. Coloco el tablero encima de la camisa y me siento encima. Me levanto. Observo la camisa. Algo mejor, pero nada impresionante.
¡Eureka! Quito el tablero y lo pongo al lado de la camisa. Aliso las arrugas con la mano y coloco el tablero. Encima la camisa. Encima yo.
Y salto.

Un sonido me sobresalta el ánimo. Es el tablero, que se ha rajado. Me levanto, retiro la camisa y observo el tablero. Ahora él también tiene arrugas. Dos hermosas arrugas recorren la diagonal a1 hasta h8. Otra, más pequeña, afecta a las casillas del enroque corto de rey blanco.

Un desastre.

- ¡Ay, leñe! ¿Quién ha puesto la reina negra sobre el sofá?

La expresión, lanzada como un exabrupto, llega a mis oidos. Emitida por mi abuela, que ha debido clavarse la dama en su mismísimo trasero al sentarse en el sofá.
- ¡He sido yo, abu! Perdona. Ahora las retiro.

Me pongo la camisa, remeto los faldones por el pantalón. Escupo sobre un zapato y lo froto con el puño de la camisa. Este adquiere un tono parduzco. ¡Qué tarde se me ha hecho!

Bajo los escalones de dos en dos.
Recojo la chaqueta de mi cuñado, que he dejado en el respaldo de una de las sillas del comedor.

Fugazmente veo reflejada mi imagen en el espejo. ¡La corbata! Se me ha olvidado. Vuelvo a subir de dos en dos. La corbata está, está, ...¿dónde está la corbata? ¡Ah, sí! Entro en el cuarto de baño. La he dejado colgada en una de las perchas toallero. Me miro al espejo mientras intento hacerme un nudo italiano. Vueltas por el derecho. No, mejor un nudo americano. Deshago el lazo y comienzo con las vueltas del revés. Hoy todo parece salirme mejor del revés. Como a algunos tenistas. Me refresco con Denenes. Entro al cuarto otra vez. Cojo la mochila del suelo, metó unos vaqueros, una camiseta y ropa interior.

También las hojas con las preguntas que he preparado. Bajo los escalones, de a dos de a tres, ¡Ojo! tengo que terminar con un último salto impar.

No, no soy supersticioso. Como dicen por ahí, eso trae mala suerte.

¡Ostras! No me he peinado, Arriba otra vez.

Cuando subo la escalera puedo acabar en un salto par o impar. No importa. Es cuando bajo que el último salto, como un amuleto inasequible aunque presente, tiene que ser de número impar.

Vuelvo a bajar.

El último salto es de 5 escalones. ¡Bien!


- ¿Ya te vas, hijo?
- ¡Sí abuela!

- ¡Ya me quedo sóla otra vez!

Cierro la puerta. El ascensor está ocupado.

Bajo por las escaleras. De dos en dos, de tres en tres.

El último salto, ¡Siete escalones! un número primo. Este salto es el que da más suerte. Bueno, después del salto de 9, el número mágico entre los mágicos.

Al abrir el portal, el calor, como un familiar al que hace mucho tiempo que no ves, se echa sobre mi y me abraza sin compasión.

Me encamino al suburbano. Las cinco menos cuarto. He quedado a las 5. Lazarov se va a enfadar. Y mi cuñado, más aún.

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18 de junio de 2005

Pablo: Mi listado de preguntas (y dos)


Repuesto del incidente, aprovecho que la abuela está en sus labores para trabajar sobre las preguntas.

Me surgen muchas en el cerebro, me abruman, pero como la tinta del Rotring se ha quedado en mis labios, decido hacer una pequeña selección de pensamientos.

  1. ¿Cuánto voy a ganar?
  2. ¿Cómo es el despacho que me van a asignar? ¿Tiene vistas?
  3. ¿Hay mucho trabajo en verano por aquí? - Si me dicen que sí, cogería las vacaciones en esa época. De lo contrario (siempre que el aire acondicionado funcione) en otra.-
  4. ¿Sobre cuántas personas voy a mandar? -Porque las multitudes me abruman; aunque es más fácil enviar a por tabaco a mil personas -alguno obedecerá, ¿no?- que tan sólo a una (que igual es un activista anti tabaco y te demanda frente al Comité de Empresa, bendita institución, o Sanidad, ¿animal?-.
  5. ¿Tendré un jefe?
  6. Y si es así, ¿Podré elegirle? En el libro de Layard, sobre la felicidad, afirman -la encuesta es de otros, no de Layard, de ahí el plural- que la relación con el jefe te sube hasta 2,4 (qué pelotas los que han puntuado tan alto) en una escala de 5. Estar con los amigos llega hasta 3,7 (y eso que apenas deseamos estar con los amigos, tan críticos siempre con lo que hacemos).
  7. ¿Qué tendré que hacer? Esta la considero excepcional, porque mis amigos me han comentado que el jefe, en general, elude responderla. Debe ser muy buena. Y difícil.
  8. ¿Qué tendré que hacer?
  9. ¿Qué tendré que hacer?
La formulo tres veces porque no me la van a contestar a la primera. Insistir. Insistir. Insistir.

Qué dolor de tripa sigo teniendo. Mira que insiste.

A lo largo de mi exigua existencia -si llego a escribir eximia sería como reivindicarme en la Pardo Bazán, por lo menos-, he leído sobre las entrevistas. también he visto anuncios sobre el tema.

De hecho, he aprendido mucho sobre ellas: En un anuncio de TV en el que el hijo acude a una empresa a reivindicar a su figura paterna.

No me acuerdo del coche que anunciaban -siempre coches-.

Ni de la entrevista.
Ni del padre, claro. A decir verdad, el hijo me ha venido a la cabeza por lo de la entrevista. Parece que es imposible caerle bien al entrevistador. Si eres muy bueno, no sabrá qué ofrecerte; si eres mediocre (¡Qué expresión tan maravillosa! En el colegio, un 6 era una puntuación mediocre. Yo mismo soy de 6) confirmará su regla, su canon; no vales para esta empresa mediocre.

He decidido golpear primero en esa segunda entrevista. En la primera me he mostrado como soy. En esta segunda ...también lo voy a hacer. Yo mismo he de cuidar de mi propia responsabilidad social.

Recuerdo ahora que lo que estoy haciendo -lo que estoy deseando hacer, la verdad- es comportarme como un mono alfa. Uno de esos que domina al grupo.
Bueno a un grupo de uno en mi caso.

Dice Sapolsky, un arqueólogo (o psicólogo, no sé, algo sobre lo antiguo lo ancestral y eso) que las cebras no tienen estrés. Bueno que las cebras alfa -las jefas de las cebras- lo evitan. Cuando se sienten al borde de un ataque de nervios, lanzan una dentellada sobre la cebra próxima -las betas, supongo- que las libera de corticoides y las refuerza en su posición... y así hasta que las prejubilan.

Claro que aún me queda para lo de prejubilarme.

Y para lo de cebra alfa.

En realidad, me considero cebra iota. Falta una D.

Y una última pregunta.

¿Le gustaré a las cebras alfa?

Idea original de GRLL, el autor. Todos los derechos reservados. 2005.

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14 de junio de 2005

Pablo: Mi listado de preguntas


Estoy nervioso.
Y me duele la tripa.
Me he tomado los litines. Me ha entrado un dolor fuerte, bueno uno de esos que te hacen doblarte, pero menos. Como son conocidos.

He ido al cuarto de baño y...lo que ya sabía. Mis calzoncillos se han bajado con el pantalón. Asi que esta noche duermo en pelotas.

Aunque también puedo estrenar uno de los pijamas que me suele regalar la abuela. Tengo uno de monitos que parece muy suave. Como de felpa o algodón. Aunque hace un calor. Bueno, ya decidiré esta noche.

-¿Hijo? ¿Estás ahí dentro?

-¡Sí, abuela!

-¡Termina pronto, hijo! ¡Necesito entrar!

-¡Voy abuela! ¡Me estoy probando el pijama que me regalaste en Navidad!

-¡Pero si ya es verano! ¡Este niño!

Oí sus pasos al descender por la escalera. Me limpié y me lavé... como pude. Al no poderme deshacer de la ropa -porque el pantalón y los slips, bueno, eso, la ropa que todos llevamos por dentro, bueno, por fuera pero por dentro- el agua de la esponja me goteaba... en la ropa.

Cuando acabé de vestirme, me notaba fresquito... muy fresquito.

Bajé la escalera y volví a la sala de estar, el living en las películas antiguas.

-¡Ahora voy yo! dijo mi abuela.

Busqué un bolígrafo que escribiera en el búcaro de encima del televisor. En tiempos había contenido una orquídea. Pero acabó en la ensalada... que preparé el día del cumpleaños de mi hermana. Hace tiempo de eso.

Entre los post-it con recetas, cigarrillos secos y abrecartas recuerdo de algún viaje exótico a Estepona o Tudela, encontré un Rotring del 0,8. Una especie de tiralíneas moderno, con carga de plástico.

De cuando hacíamos dibujo lineal en el Instituto.

No pintaba. Lo lamí. Una y otra vez. Y otra. Y otra. Lo agité sobre el papel.

-Pero, ¡Hijo! ¿Qué te has hecho?

Me sobresalté y se me cayó el Rotring... sobre la alfombra. Una gran mancha negra apareció sobre la imitación de blasón de color verde que destacaba sobre el fondo arenisca del entelado.

Mamá le había sugerido a una modista que lo tejiera sobre la alfombra. Encontró una reproducción de nuestro escudo de familia o algo similar en una página del veinte minutos, uno de esos diarios gratuitos de origen escandinavo. ¿O es eslavo? No, no, escandinavo.

La mancha negra también se extendió sobre mi lóbulo derecho. O sobre el hipocampo o el ... ya no me acuerdo. Eso se estudiaba en quinto de ESO o más allá.

-¡Qué te ha pasado en la boca!

No era una pregunta. No estaba preocupada. Sólo sorprendida. La abuela es muy sensible.

- Nada. Me aburría y le he hecho el boca a boca a un bolígrafo, abuela.

-¡Cómo sois los jóvenes!

Subí de dos en dos los escalones. Entré en el cuarto de baño, cogí el cepillo de dientes -ahora no recuerdo si era el mío o el de mi hermana- lo froté contra la pastilla de jabón y... ¡Los intestinos!

Me bajé el pantalón, me senté y froté fuerte contra las encías.

El listado de preguntas tendría que esperar.

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Pablo: Preparados, Listos.


Me ha telefoneado mi cuñado.

Se ha enterado por mi hermana –que se ha debido reír más que la médico- de mis avatares (Avatar, una de las cartas de El Señor de los Anillos, serie negra).

-¡Nos vemos esta tarde en mi despacho! Prepárate la entrevista y las preguntas que generan tu CV. ¡A trabajar, muchachote!

Mi cuñado es una persona muy proactiva.

Sé que ha leído a Stephen Covey, que ha asimilado sus 7 hábitos, que se ha hecho una persona muy efectiva. Se dirige a sí mismo de dentro hacia fuera.

A mí también me dirige. De afuera adentro. Yo estoy fuera. Él me obliga a estar dentro. Al menos dentro de su despacho esta tarde.

Y sigo con el dolor de estómago.

El chicle de los pantalones desapareció.
Corté el trozo contaminado por la bola de goma de mascar y le pegué una rodillera de cuero encima del roto. Una de esas piezas que se adhieren con el calor.

El pegamento se ha calentado y ahora impide que se me vea la ropa interior, mis slips blancos tradicionales.

Al terminar de planchar me lo he puesto inmediatamente.

Creo que la pieza de cuero se ha pegado a mis calzoncillos también. Aún estaba caliente el adhesivo.

Bueno, voy a sacar una copia del currículo por la impresora y a elaborar una lista de preguntas.

Lo de los calzoncillos... esta noche lo comprobaré.
Me acostaré desnudo. Espero que no se den cuenta en casa.

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13 de junio de 2005

Pablo: Visita al hospital

En el hospital me hicieron esperar un buen rato. Había mucha gente y seguramente peor que yo.
Me senté en una silla, sin mirar. Cuando me llamaron por megafonía me incorporé y noté que algo me retenía, me impedía levantarme. Al darme la vuelta comprobé que una gran bola de chicle masticado pugnaba consigo misma: conocer mundo pegada a mis pantalones o quedarse en la silla hasta que apareciera alguien más, más... más ¿qué?
Es igual. Cogí una hoja del periódico viejo, el que siempre me acompaña y despegué parte del chicle de mis pantalones. Sólo una pequeña parte. El resto me acompañó hasta la consulta.
-¡Siéntese!
No hice caso. Por tres veces me lo indicó. Por tres veces negué.
Ante su gesto interrogante, me di la vuelta y me levanté los faldones de la camiseta que me había puesto.
Debió pensar que estoy tarado.
Pero solo hasta que vió la bola de chicle mascado.
Las carcajadas se oyerorn en la sala de espera...dos plantas más abajo.
-Perdona, chico, pero es que ....¡JAJAJJAJAJJAJJAJAJA!
-Bueno, está bien...ya...ya se me pasa...no es necesario que te sientes...¡JAJAJJAJAJJAJJAJAJA!
Una risa igual a la anterior. Estuve por marcharme, como hice en la dinámica de grupo, pero el sonido feraz de mis intestinos me previno de hacer tonterías.
-La enfermera te dará dos recetas. No comas nada hoy. Chicle tampoco...¡JAJAJJAJAJJAJAJA!
Salí de allí y me encaminé a la farmacia.
Un día entero a base de agua de litines no me hacía gracia alguna.
Además que mañana tengo la segunda entrevista de trabajo.

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Pablo: En la cafetería

Al salir de aquel círculo de contratación de carne, caminé durante cierto tiempo hasta encontrar una cafetería... bueno eso parecía.

-¿Qué va a ser?

-Una cerveza y un pincho de tortilla.

Cuando entré en el Metro comencé a sentir los retortijones.

He llegado a casa en un estado lamentable. Parte de la descomposición que me ha provocado la tortilla (¿a quién se le ocurre, sino a mi, en plena canícula, en un bar completamente abandonado por los clientes, la tortilla acorchada...?)

Ha bajado por mi pierna hasta alojarse entre el tomate que me hice en la sala de espera del puesto de trabajo al que me presenté pero luego no me presenté (post anterior) y la parte exterior del pie.

-¡Qué mal huele, hijo! Dijo al verme, sin considerar que el origen de la fetidez era su vástago, o sea yo.

No le di explicación alguna a mi madre. Entré en la casa corriendo y me senté en la taza. Al bajarme los pantalones comprendí la alusión que había hecho mi madre al sentido del olfato.

Estaba lleno de... lleno.

Durante más de una hora tuve que mantenerme sentado. Cada vez que me levantaba, mis intestinos elevaban un rugido, una protesta.

Cuando pude hacerlo, me incorporé y me introduje en la ducha, con la ropa en una mano y los zapatos en la otra. Había que limpiar todo aquello, incluyéndome a mí, antes de acudir a urgencias.

Porque igual me muero de ésta intoxicación.

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12 de junio de 2005

Pablo: Me voy de la entrevista

El pasado lunes tuve dos llamadas y un correo electrónico.
Definitivamente he escrito a empresas donde mi CV no tiene muchas oportunidades.
¡Tienes que invertir en tu futuro! Me dijo el novio de mi hermana.
Un hombre justo, según mi abuela. ¿Qué diantres querría decir? Una hipótesis: Que es un hombre adaptado que paga impuestos. Mi abuela y su pensión.
A veces pienso que ella piensa que ya soy muy mayor; que a mi edad el abuelo había hecho dinero vendiendo artilugios de goma, perfumes y radios de galena (un mineral que te comunica con el universo a poco que le alimentes con un cable de cobre).
Cuando me llamaron por teléfono, las voces femeninas que me convocaron a una entrevista -cada voz a una entrevista distinta- me dejaron sin habla. Balbucí si, de acuerdo y allí estaré. Cuando colgué tras la primera llamada me dije:
-No deberías ser tan condescendiente; tendrías que haber dicho que a esa hora no podías, que tenías una segunda entrevista en algún sitio, que... nada, dije que sí y punto.
Los nervios me bloquearon la neurona de la inteligencia.
¿La segunda llamada? Me pasó lo mismo.
El hábito de la inferioridad es fácil de reconocer, pero difícil de rechazar.
La dirección en la que me citó la primera llamada está a dos horas de mi domicilio.
Tres líneas de suburbano después de entrar en la boca del metro.
Cuando salí de este transporte, no había rastro de mi perfume -colonia Denenes en realidad. Hay más de 10 cajas de 10 frascos de plástico cada una. De la época del abuelo. Pero huele a fresco- ni tampoco de mi peinado. Desaseado y sin fuerzas por el calor.
Como había decidido pelear por un asiento después de cada trasbordo -tres líneas, dos trasbordos, pero tres convoyes distintos, así que tres conflictos- el traje que me había prestado el novio de mi hermana estaba más arrugado que los confettis de Año Nuevo en la mañana del Primero de enero.
Pero mi ilusión estaba inmaculada.
Tenía que ser una entrevista grandiosa. Había preparado mi discurso, bueno, había imaginado el discurso. No es lo mismo que prepararlo.
Mi futuro cuñado sí que había preparado la entrevista cuando le llamaron de P&G; como él sabía que le iban a entrevistar en inglés estuvo preparando la interview durante ¡tres días! con una antigua novia que estudiaba con una beca Erasmus.
Cuando me lo contó pensé, maliciosamente, que no está mal recuperar antiguos afectos durante tres días.
Bueno, yo no había invertido tanto tiempo.
Unos minutos mientras me freía la neurona con un programa de cotilleo en televisión y otros minutos mientras hacía mis ablucciones en el cuarto de baño. Poco tiempo, la verdad. Pero no conozco a una Erasmus altruista. Y de haberla conocido, habría preferido estirar el entrenamiento en otras artes, antes de acudir a la entrevista.
Al llegar al lugar de la cita vi que no estaba sólo. No era tanto una entrevista a lo que me habían convocado. Más bien una feria de ganado.
Había dos docenas de personas. Algunas de ellas incluso con portafolio.
-¡Dios mío! Pensé. Este debe ser un trabajo verdaderamente bueno.
Pero dirigido por mal educados, a buen seguro.
Había llegado con 15' de adelanto sobre la hora acordada. Instrucciones precisas del novio de mi hermana.
Habían pasado 55' y aún seguía allí.
De pie, como en el suburbano -bueno, en realidad me senté pero durante menos de una estación en un caso, y menos de dos en el otro; cuando veo llegar gente de la edad de mi abuela en el transporte público, un resorte interior hace que mis piernas eleven el cuerpo hasta la posición erguida, que mis labios dibujen una sonrisa de complacencia a destiempo -porque debería sonreir cuando me cedieran el asiento no cuando renuncio a él ¿verdad?- y que la mano libre -siempre llevo algo en una mano, la gorra, un pañuelo de papel o un periódico viejo -los periódicos viejos absorben mejor el sudor de las manos, además exhalas menos tinta y la mano lo agradece- señale a la persona mayor y al asiento.
Se abrió una puerta acristalada frente a mi y de ella emergió un ser poderoso, excelso en sus ademanes, como una visión de la Seguridad y de la Firmeza, cualidades de las que adolezco.
Se hizo el silencio en el recibidor en el que nos encontrábamos.
Con una voz que no reconocí en ese momento nos fue citando, uno a uno; leía el apellido y el nombre, por ese orden ¡Qué precisión! y levantaba la vista; cada uno de nosotros levantaba la mano, como pidiendo anuencia o permiso. Ella miraba al interpelado y le señalaba una puerta. Nombró a más de la mitad, quienes fueron abandonando el espacio que ocupaban y desapareciendo tras la puerta señalada.
- Los demás esperen unos minutos aquí.
Me estaba muriendo de ganas de hacer pis. O caca. Serían los nervios.
Me acerqué a la recepcionista -siempre son femeninos los recepcionistas.
- ¡Perdón! ¿Un servicio?
Me miró con dureza, sopesando mis oportunidades. Me concedía 0 sobre 5. O menos.
- Al fondo. Procure no tocar nada.
(¿No tocar nada?) (¿Ni el papel higiénico? Bueno, tenía el periódico en la mano)
- Descuide, llevo todo lo necesario en el bolsillo.
Puso un gesto de desagrado. Sería porque una de mis manos quedaba por debajo de su ángulo de visión, tras el mostrador de la recepción. Ella no sabía dónde estaba esa mano, qué contenía. Me gustó la confusión. Me sentí fuerte. ¿En la mano? El periódico.
Al regresar del servicio me dejé caer en un sofá, al lado de unas piernas increibles. Ella me miró y se alejó. No, mucho no podía alejarse. Como el sofá estaba en su cuarta edad, los muelles habían cedido tanto que las piernas te quedaban muy por encima del trasero, casi a la altura del pecho. Ella lo que hizo fue iniciar el movimiento de alejarse, pero apenas se movió.
Intenté incorporarme un poco, pero fue inútil. Crucé una pierna sobre la otra.
¡Horror! Mi espinilla, con unos pelos ralos y un tono blanquecino tirando a enfermo asomaba entre el calcetín -uno de esos a rombos, de colores imposibles, hiriente- enrollado sobre sí mismo, y la pernera.
Estiré del calcetín y noté como cedía y mucho a la altura del tobillo. Un nuevo tomate nació.
Estiré de la pernera, pero menos.
El trozo vergonzoso de canilla visible se había reducido.
Coloqué la mano que sujetaba el periódico sobre ella. No, sobre la chica de al lado no; sobre la pierna visible. Mucho mejor.
Se abrió la puerta. Intenté incorporarme un poco. Imposible.
Sonó mi nombre. Al intentar incorporarme me apoyé, sin querer, en el muslo izquierdo de la chica. No se retiró. Cuando la observé, ví porqué. Estaba horrorizada.
Acababan de decir su nombre.
No, yo no sabía su nombre. Pero ella, al oirlo, levantó la mano. ¡Qué piernas más admirables!
Caminamos prácticamente juntos hasta una de las puertas. Entramos. Había una mesa de juntas, grande, con 12 sillas. Me senté al fondo, muy al fondo. Ella no. Se sentó en la cabecera, lo más alejada posible de mi.
Y eso que habíamos sido los primeros en entrar.
Junto a mi se sentó un individuo pelirrojo. Me doblaba en edad.
Eramos 9 personas. Distintos y distantes.
Entraron tres personas más, con carpetas y bolígrafos y blocs y... una grabadora.
-¡Buenos días!
Todos, los 9 de la convocatoría al Parnaso o al Cadalso respondimos al unísono. O casi. Cuando los demás habían terminado de saludar ¡Buenos días! se oyó con claridad:
-¡Buenos días, señorita! Era yo. Un tic de la infancia seguramente. Nadie sonrió. Me miraron con sorna. Debían pensar: Uno menos con quien competir.
-Esto que van a realizar es una simulación. El objetivo es conocer su capacidad de argumentación y de persuasión, sus cualidades para trabajar en equipo, su orientación al liderazgo, a la resolución de problemas, a la toma de decisiones.
Me levanté y salí de la sala. Nadie me detuvo. Estaba aterrorizado.
¿Cómo voy a demostrar todo eso si no tengo una experiencia laboral decente? Ni indecente.

Idea original de GRLL, el autor. Todos los derechos reservados. 2005.

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5 de junio de 2005

Pablo: Leyendo las páginas salmón

Me he encontrado al menos dos docenas de ofertas de empleo, pero sé que si escribo no me van a contestar.
¿Experiencia? La justa. Si fuera uno de los últimos humanos en la tierra, el resto me preguntaría ¿Experiencia? Y tras mi contestación me enviarían a barrer el desierto. Claro que, usando mis habilidades de comunicación pediría una lista de desiertos para seleccionar uno.
Bueno, si me dejaran seleccionarlo, tendría mi primera experiencia con el proceso de selección. ¡Caramba!
He regresado a las páginas salmón de la prensa, a los puestos.
Qué bien escritas están. Con su maquetación y todo eso.
En algún sitio me dijeron que cada anuncio tiene un tamaño distinto, porque el anunciante paga por el espacio que ocupa. Y que uno grande puede costar hasta ¡12.000 euros!
Por ese dinero le encontraba yo un buen candidato. Yo mismo. Aunque sin experiencia, claro.
He visto uno atractivo. Buscan jóvenes sin experiencia. Para una nueva empresa. hasta 1.800 euros al mes. Sólo piden buena presencia, ganas de trabajar y ...experiencia en ventas.
Desde que vendí los libros de mi hermana en el Rastro, no he tenido más. Y aquella fue regular.
Recuerdo que le vendí uno a un tío por 300 pelas.
¡qué tiempos cuando las pelas!, todo más barato y eso que dice mi abuela.
Bueno, después de coger el dinero, va el tío y me dice que al libro le faltan dos páginas. Que le tengo que indemnizar por su buena fe. Que le devuelva el dinero y se queda con el libro, como acto de buena voluntad por su parte. ¿Qué debo entender por buena voluntad? Bueno, su mirada no dejó lugar a dudas.
Cuando volví a casa mi hermana me llamó imbécil.
En una página encuentro un anuncio precioso. El encabezado dice así: ¿Quieres conseguir trabajo? Te ayudamos a elaborar un currículo profesional, en formato web. Te garantizamos respuestas. Sé creativo. Llama al ....
Parece que encontrar trabajo me va a costar dinero.
El lunes llamaré.
Hay otro anuncio atractivo. Buscan talento. Para una firma consultora: Buen expediente, una carrera como LADE (no sé ni qué es eso), ICADE (sí sé quiénes son esos), un master como IE, ESADE, Inglés hablado. Conocimientos de SAP, módulo IV, JD Edwards,... Definitivamente, no tengo talento. O al menos no lo puedo justificar con algún título acabado en ADE.
Me recuerdan que hay un libro donde explican que hay una clara relación entre la medida de la inteligencia y la posición que ocupan las personas en la sociedad. Por lo visto, los sujetos que alcanzaron buenas puntuaciones en las pruebas del gmat (un test que te hacen para entrar en iese, esade o harvard: si tienes mucha pasta inténtalo; garantía de éxito social; ¡Ah! y te pueden preparar en muchos sitios) triunfan en la sociedad ocupando las posiciones de poder e ingresos más altas. Curioso el libro. Se llama The Bell Curve. Sí la curva normal. La que te enseñan en estadística. Y yo que pensaba que lo de las clases estaba superado desde que el partido comunista dejó de tener atractivo para los más jóvenes.
Bueno, otro anuncio menos. A este paso voy a tener que repartir publicidad por 12 euros al día en la puerta de un centro comercial o en la boca del suburbano. Aunque me he enterado que si la gente tira el folletito al suelo, a la empresa la multan. O a ti mismo, si eres el que está repartiendo los papeles. Claro que tendría que comer fuera. Y el precio de un menú anda por los 8€. Sí, los hay más baratos, pero como la propaganda se reparte por el centro de la ciudad, los restaurantes son más caros que en el barrio de Villaverde (un barrio de por aquí).
Puedo llevarme un bocata. Pero de algo que no se eche a perder con el calor que ahora viene el verano. Ostras, el verano. Casi me busco otro trabajo porque aquí queda muy poca gente. Se van a la playa o por ahí afuera. ¿Dónde consiguen tanto dinero?
Bueno, me voy otra vez al bulevar. Me leería un comic, pero como están a 12 euros no adquirí ninguno en la Feria del Libro. Eso sí, conseguí que me firmara una autora muy famosa en uno de Hugo Pratt que conseguí con el periódico por poco dinero, menos de dos euros. Claro que ya lo tenía en casa. De la colección de mi hermana.
Esos comics no me dejó venderlos. Mira, habría conseguido más experiencia en ventas.

Idea original GRLL, el autor. Todos los derechos reservados. 2005

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3 de junio de 2005

Pablo: Desarrollo humano

Ya he terminado los estudios.
He enviado cientos de emails con un CV.
Nada que hacer todavía.
Espero, confiando en que la electrónica me ayude.
Mientras tanto he encontrado una weblog donde explican como hacerse rico.
Claro que es una bitácora tan grande que parece escrita por 400 humanos.
Igual ese es el truco.
Que 399 personas trabajen para tí.
Me pregunto cómo consiguen obtener tantos euros algunos individuos.
El profesor de filosofía hablaba de plusvalías cuando tocó lo del marxismo. Pero creo que es un término en desuso.
Me voy a dar un paseo por el bulevar y a comprar comics en la feria del libro.
Igual me los firma alguien que esté ganando pasta y le pregunto por el procedimiento.
Aunque yo también se firmar.
Agur.




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