26 de junio de 2006

Pablo: Próximo destino. Dubai.


Entré en el autobús llevado por el ritmo que imponían el resto de pasajeros. Nos habíamos convertido en una riada , seiscientas personas invadidas por la urgencia.

Sujeté con fuerza mis posesiones, por temor a perderlas entre los pies de tantas personas y me adentré en el autobús. Era doble, de los que poseen una plataforma circular en el medio que sirve de articulación a los dos vehículos.

Siempre he creído que se trataba en verdad de dos vehículos. y que por avatares y circunstancias se convertían en uno fruto del desgaste del motor de uno y de otras piezas en el otro. Un trasplante del que ambos, donante y receptor salían bien parados.

Me quedé junto a la plataforma, bien agarrado a una de las barras blancas de seguridad. De éstas colgaban unas cinchas de cuero envejecido. Até a una de ellas mis cosas y esperé a que se llenara el bus. A medida que entraban pasajeros, el espacio que ocupaba en la plataforma se iba reduciendo.

Para cuando el conductor decidió arrancar, me encontraba aplastado entre el poderoso brazo de un jugador profesional de algún deporte -Lo sé porque llevaba una medalla de oro, enorme, del tamaño de una pequeña ensaimada, pendiente alrededor de su cuello por una cinta confeccionada con los colores de Francia- y las botas del niño, a quien su madre había decidido proteger de la barahunda tomándolo en brazos.
Una patada del niño en mis testículos me obligó a doblar la rodilla.

Arrancó el autobús. Mi barbilla se encajó en el biceps del deportista, así que con cada giro de la plataforma y la consecuente tensión de su biceps, mi cabeza subía y bajaba. Las patadas del renacuajo se hicieron más frecuentes.

-Estate quieto, Jaime, hijo. Le espetó la señora. La última patada me dobló ambas rodillas.

Afortunadamente el biceps del campeón no cedió un ápice. Un giro del conductor provocó la misma respuesta de la plataforma, con lo que los pies del niño quedaron a la altura de otra persona. Miré las caras que me rodeaban.

La mueca de dolor de un árabe con turbante de color amarillo me sacó de dudas. Moví los talones hasta quedar pegado a la madre del niño. Si volvíamos a girar lo haríamos también nosotros tres, al unísono.

Se detuvo el autobús, abrieron las puertas que, cual vomitorios de estadio de fútbol, nos expulsaron a la pista aérea. El avión apareció frente a mi, majestuoso, Tan alto como un edificio de pocas plantas.

-Mamá es un 380, un Airbus.

Fuera porque viajaba mucho o porque le gustara coleccionar aviones de plástico o cromos, el muchacho de las botas demoledoras me sacó de dudas. Entré por una de las puertas traseras y le mostré el billete a una de las personas de cabina. Pasó un aparato lector por encima de él y oí mi nombre mientras una luz parpadeaba durante unos segundos sobre un asiento.

Me encaminé hacia la luz, hacia el asiento. Justo delante de otra de las puertas, abierta en este momento. Me senté colocando mis cosas encima de las piernas. Una vez acomodados todos los pasajeros, se cerraron todas las puertas.

Desconocía la duración del vuelo. Me dispuse a dormir un rato, aunque la excitación me impedía cerrar los ojos.

-Señor.

Se dirigían a mi. La hermosa señora o mamá con el pequeño Iván el terribe.

-¿Sí?

-Verá. Quisiera cambiarle el asiento. Es que el niño ha tenido una premonición, que el avión se va a estrellar en el mar de Omán. Y como nuestros asientos están más alejados de la salida de urgencias que el suyo y el de este amable señor -miré a mi izquierda. Un hombre con un bastón blanco entre las manos, asentía a las palabras de la señora.

-Será un placer señora. Sólo dígame donde he de sentarme.

-Arriba. Tenga. Ya le indicará su azafata.

Me dirigí a la parte delantera del avión, caminando detrás del ciego. Subí por la escalera y me encontré en un espacio diáfano, con una barra bar en el centro, varios butacones y sofás alrededor y mucho personal de servicio o de cabina.

-¿Permite, señor? Guardaron mis cosas en un armario, me acompañaron a uno de los asientos, me abrocharon el cinturón y me dieron conversación y una copa de champán, hasta el momento del despegue. El ciego, a mi lado, ojeaba una revista. Bueno, pasaba las hojas. A veces se sonreía.

En pleno vuelo, volvieron las atenciones. Delante de cada uno de los pasajeros, del ciego, de mi, del resto de personas que permanecíamos sentados en esta zona del avión, colocaron una bandeja encajada en las aberturas inferiores de los brazos del asiento. Lo hicieron, así de repente, una docena de jóvenes, ataviados con uniforme negro de plexiglás, gorra motera negra y sandalias romanas sujetas a la altura del peroné, que ubicaron cada una de las bandejas que portaban. Los pasajeros nos mirábamos, mientras una banda de músicos amenizaba la apertura del catering: Varias cestitas de plástico, una botella de champán, una copa también de plástico. Frutos secos, caviar y ensalada dominaban el ágape.

El ciego, a mi lado, deshacía cada envoltorio con primor. Al abrir una cestita que contenía una gran variedad de hojas verdes exhaló un gran suspiro, mostrando unos dientes blancos, alineados, mientras rezaba:

-Rúcula del Sur, Canógigos de La Bretaña, Orejones Brasileiros, Nuez Americana. Aceitunas del Ática, negras y grandes, dulces como el almíbar de Orcil. Desafortunadamente, falta una pizca de sal kosher para alcanzar la perfección. Y que no hubiera sido preparada por manos gentiles, claro.

No me atreví a hacer comentarios sobre el recipiente que acababa de abrir yo. Un sandwich de dos rebanadas con algo dentro. Cuando estaba a punto de hincarle el diente, mi compañero de viaje, comentó:

-Estimado Pablo, debería aprovechar la gentileza de la compañía de catering que abastece a esta aerolínea transoceánica, haciendo uso de la salsa HP, que nos brinda en generosas dosis individuales.

Pablo, Pablo. Supo de mi nombre por algo que dije, por la azafata o por mi olor. ¿Cómo huele un Pablo? Cualquier Pablo, quiero decir. ¿Olemos? Si. Pero ¿a qué?

Etiquetas:

21 de junio de 2006

A fury day


Algo menos de las 11 cuando sonó el teléfono.
-Hola, soy Marcelino. ¿Estabas durmiendo?
-La verdad es que sí.
-Que ya te resuelvo eso. Pero necesitaría que firmaras.
-Vale. Envíame los papeles.
-Me sirve una fotocopia de tu DNI.
-Vale. Te la envío. Espera que llaman a la puerta. ¿Sí?
-Un paquete para SR. Es contrareembolso. Son 40€ con...
-Perdona Marcelino, un minuto. Entonces, es, lo del DNI...
-Nada, si lo puedes escanear, me lo envías y con una carta que diga...
-¡Hola! Sí es aquí. ¿Dónde firmo? Toma, adios. 42 pavos. Cuando cierro la puerta, se da cuenta. ¡Graciassssss! Oigo decir. Escaneo el documento, escribo la carta y lo envío. Más de dos megas. Gmail lo acepta. ¿Resto? No. Recol no lo acepta, telefonica, sin acento, tampoco. Mixmail. ¿Tas de broma, no?
Telefoneo a la seguridad social. Nada saben.
Curioso. Es más difícil darse de baja vivo que muerto. Lo estúpido del error consiste en que desde hace 15 años me mantienen de alta en esa institución por partida doble. Una empresa cotiza por mi. La otra, evidentemente, no. Apenas lo entienden. Pues los afectados ni te cuento. Lo dejo por imposible. Esto, más que un Estado es una casa putos.
Me ducho, ya es tarde, a la una tengo una entrevista de trabajo. Más o menos. Tomo un café solo en la calle, extraigo algo de plata del cajero, trinco un taxi y llego a la una al lugar de la cita. Bueno, los relojes automáticos retrasan, normalmente. Pero era la una. En serio.
Me ubican en una sala de trabajo, sin aire acondicionado. Miro lo que me rodea, un rotafolios, varios rotuladores de agua marca Bic, un cuadro que representa el Domo de cualquier iglesia. Calor. A la una y media salgo de la sala.
La persona de la recepción me mira, baja la vista y decide contestar al teléfono. Tres llamadas después, yo decido abrir la puerta de la calle y escapar de allí.
-Oiga, oiga.
Definitivamente, no es una cuestión de percepción. Sólo mala leche. Bajo las escaleras, llego a la calle y respiro hondo. ¿Era a la una la cita? Suena el móvil. Treinta segundos después quedamos para el próximo viernes a la misma hora. Percepciones.
Camino hasta mucho más allá, la llamo y acepta. Reserva mesa. A las tres y media comemos juntos. A las cinco y poco más salimos de allí. Café, risas y cine. La última de Herzog. Grizzlie man. Un tostón inconmesurable. Malo el director. La historia que cuenta, inconmensurable. Un actor fracasado decide proteger a los osos pardos, grizzlies gigantescos, hasta tal punto que se convierte en uno de ellos. Comete un error y uno de los osos se los come. A él y a su pareja. Seis personas en la sala del cine. Ningún oso.
Al terminar la película caminamos hasta la zona de los turistas. Unas cervezas en El Alabardero. Después, un taxi. Nos bajamos. Ta loco. Alzamos la mano y montamos en otro taxi. Efecto lotería. El primero, desvencijado, la música a tope, ventanillas cerradas, no aire, mismo precio. El segundo taxi, nuevo. Sí, hemos pagado las dos carreras, porque los locos también tienen derecho a sobrevivir. Al fin en casa. ¿Fútbol? Anda ya. Las emociones están ahí fuera.
Mañana iré a por más. That's life, thats all folks. Un día aburrido. Eso nos decimos unos a otros.



20 de junio de 2006

Pablo: Manises Airport

El vehículo era un coche en verdad distintivo. El interior, pintado en tonos celestes, con algunas nubes algodonosas y un sol naciente entre ellas, no respondía a la idea que yo me había hecho de los coches funerarios. La presencia del ataud me había sobresaltado un poco, aunque me tranquilizó su uso como mueble bar o nevera portátil. Me entretuve leyendo las etiquetas de las botellas, todas en caracteres chinos, salvo dos que tenían otros, quizás árabes.

Alguna de las tres figuras puso en marcha un sistema de sonido poderoso. Sonaba música religiosa, como un Requiem; Bien podía tratarse del creado por Mozart. Mi abuela hacía sonar esta música con frecuencia, porque le ayudaba a concentrarse mientras hacía punto de arroz. «Con esta música siempre cuento los puntos del derecho y del revés sin miedo a equivocarme. En cambio, si tu madre cambia el disco por unas rumbas, al final he de deshacer la labor».

Al atravesar una pedanía surgió, como de la nada, un semáforo en rojo. El vehículo frenó en seco. Los cojines de la pequeña figura que conducía se deslizaron del asiento. La fallera se cayó hacia adelante. Una de las espigadas falleras la volvió a ubicar sobre el asiento mientras la tercera sujetaba los cojines deplazados, para que el conductor alcanzara la altura necesaria.

Durante la maniobra, el vehículo se desplazó hacia la derecha, por un pequeño terraplén. Ninguna de las tres reaccionó y yo no podía intervenir desde la caja del vehículo, así que éste se empotró contra la cerca de un almacén de figuras de jardín, de esas de escayola. Varias de ellas aterrizaron sobre el capó. Dos ángeles y un enano de jardín, policromado. Con el choque mi cabeza se estampó contra la tapa del feretro blanco, que se cerró.

Noté el dolor en la cabeza así como en una pierna. Algo me había arañado el trasero. Me acordé del telefóno móvil. Aprovechando la confusión marqué el número de urgencias el 112. Los chinos se giraron al tiempo, extrayendo del escote de su vestido tres punzones idénticos, en forma de alcayata gigante, con los que me apuntaron señalando al corazón. Me asusté. Creí que iban a ensartarme. Tres enormes agujeros sobre mi pecho y sólo dos manos para contener la hemorrágia mientras llegara la ayuda. Confiaba en la duración de la batería del teléfono.

Tras la segunda señal de llamada, que sonó al máximo volumen, por el altavoz exterior, escuché una voz que me resultó conocida, aunque se expresara en un extraño idioma:

-谁是我的电话,这一次fucking杂种

-¿Xuan? Contesté. Los tres chinos falleros se pusieron al unísono de rodillas sobre el asiento, escondiendo las armas.

-¿Pablo? ¿Cómo me has localizado?

-Me han secuestrado, Xuan. Tres señoras falleras disfrazadas de orientales, hemos tenido un accidente, me he asustado y he marcado el 112, el teléfono de ayuda.

-Has malcado el 778, como en una calculadola. Este es mi númelo de segulidad. Sabía que elas bueno, Pablo. Pelo no tanto. Tienes que hacel el tlabajo. Déjame hablal con ellos. Con el pequenio Ling Piao.

Así que me había confundido. Había marcado las teclas inferiores, las de 123 que en un teléfono se corresponden realmente con las de los números 789 en una calculadora. Teclados caprichosos. Benditas casualidades.

-Pueden oilte, Xuan. El altavoz suena muy alto y clalo. ¿Qué tlabajo, digo, trabajo es ese?

-Ya te lo contalé cuando lleguéis al aelopuelto. Ahola, déjame hablal con ellos.

Coloqué el teléfono sobre el ataud. Los chillidos de Xuan eran tan altos, que el requiem se convirtió en inaudible, como una sintonía de fondo, un leve acompañamiento para el locutor.

Cuando terminó de gritar por el teléfono, las falleras salieron del vehículo, abrieron el portalón trasero y pude salir. Las dos falleras más altas se situaron cada una a mi lado, la pequena Ling Piao se puso la caja de fruta sobre la peineta, lanzó un grito de disgusto o de dolor e inició la marcha por el arcén derecho de la calzada. Nosotros le seguimos. Los vehículos pasaban por nuestro lado a mucha velocidad.

Escuché un golpe seco, un frenazo, y la fallera de mi izquierda aparecío de sopetón unos metros por delante de nosotros. La pequeña figura le gritó algo, como fuera de sí, lanzándole un trozo de metal, un resto de alguno de los faros del coche que acababa de atropellarla. Así que la fallera accidentada se puso de pie, como si cumpliera una orden, allí, en medio de la carretera, la peineta clavada en un hombro, el vestido hecho jirones, la cara quemada por el asfalto. Desde el coche que acababa de atropellarla una voz masculina gritó:

-¿Les llevo a algún sitio?

Ling Piao echó a correr hacia el vehículo, sobre las plataformas que usaba para conducir que aún calzaba; la caja de fruta, con las etiquetas para las muñecas, el bramante y la lámina del watusi protegida por el tubo de cartón se bamboleba sobre la peineta del pequeñín. Le seguimos corriendo también nosotros.

Se abrió la puerta trasera del vehículo. Entramos los tres. La caja se le cayó de la cabeza, al tropezar contra la estructura del vehículo. Rodó su contenido, terraplén abajo. Ling Piao se asomó por la ventanilla de la izquierda, le gritó algo -supongo que en chino- a la figura que permanecía en medio de la carretera, mientras la esquivaban los vehículos que circulaban en nuestra dirección. Ésta corrió y se perdió por el terraplén. El coche arrancó.

-¿A dónde quieren que les lleve?

-Aelopuelto, dijo el chino bajito.

El coche arrancó. El motor hacía un ruido extraño. De las juntas del capó se desprendía un humo negro azulado. El conductor, vestido de uniforme, como un chófer de verdad, puso en marcha un taxímetro. Caí en la cuenta de que este vehículo era de color amarillo y negro. Así que los taxis de Valencia tenían estos colores. Como los que había visto en Barcelona. Por televisión, en programas referidos a la Ciudad Condal. Porque nunca había estado allí.

-Les tendré que cobrar el retorno. La zona urbana finaliza aquí, mientras indicaba con su dedo índice una señal de tráfico en el exterior. Me incliné hacia adelante para verla con detalle. Por el retrovisor derecho observé que la fallera china nos seguía, desde el arcén, con la caja sobre la cabeza. Eso debió decirle Ling Piao al gritarle, que la recogiera.

En pocos minutos llegamos a la entrada principal del aeropuerto.
Uno de los chinos sacó una bolsita de debajo de su falda, pagó la carrera y salimos del taxi. La fallera grande señaló a lo lejos. Miramos hacia allá, también el taxista, que se había bajado del vehículo para sopesar los daños. El tercer chino se acercaba a la carrera, sosteniendo la caja sobre una de sus caderas. Desde esta distancia parecía una mujer vestida con un traje de ceremonia y corriendo con los brazos en jarras. Una figura de Sorolla. La Mujer después del baño, pero dibujada por un atáxico.

El taxista se despidió de nosotros. Silbó un par de veces. Se acercaron algunos taxistas y entre todos empujaron el vehículo hacia la entrada al aparcamiento de superficie.
Ling Piao habló con la fallera. Ésta buscó en los bolsillos del delantal negro de su vestido y me entregó un billete de avión, dos pasaportes y un paquete alargado, envuelto en papel de plata.

-¡Gracias! Le eché un vistazo al billete. Era un viaje de ida y vuelta a Dubai. ¿Dónde está eso? Había sacado buenas notas en el colegio, pero no me sonaba el lugar.

Llegó la tercera figura.

Al tiempo sonó el móvil.

Ling Piao lo sacó de entre sus ropas y contestó. Al poco tiempo me ofreció el aparato.


-¿Si?

-Pablo, ya te han entlegado la documentación. Es impoltante que escuches. Tienes que hacel un tlabajo muy delicado allá donde vas a il. Cuando llegues al aelopuelto de la ciudad de Dubai, un coche diplomático te tlasladalá a un hotel de la playa. Allí lecibilás nuevas instlucciones. No pieldas las etiquetas ni el blamante. Tienen que llegal hasta allá y confiamos, confío en ti.

-Xuan, no me queda una moneda. Lo he gastado todo en las etiquetas.

-Ellos te dalán dinelo. Pero tu no te pleocupes. Todo está bajo contlol. El viaje te ocupalá apenas unos días. A tu legleso, si todo va bien, te halemos un contlato de tles meses en el tallel. Pasalás de técnico de calidad a encalgado. ¿Tú contento? Pásame a Ling Piao.

Le dí el teléfono al chino bajito. Hablaron. Cortó la comunicación, hizo que una de las dos largas figuras se pusiera en cuclillas. Se subió sobre ambas rodillas, rebuscó en la caja que ésta llevaba sobre la cabeza y escondió el móvil en la bolsa de los petardos para mi abuela. De un salto se bajó de las rodillas de la fallera, que siguió en la misma postura. Sonó el teléfono. Y una explosión.

-Tú colle, colle. Nosotlos espelal a que tú entles en el edificio y luego malchal. ¡Deplisa!

La ropa de los tres chinos se había convertido en harapos. La cara tiznada, el pelo adornado con las cañas de los cohetes que acababan de explotar, los restos de la caja que le habían protegido en parte de la explosión, estaban tirados por los alrededores. Mientras él seguía en cuclillas. Apareció un vigilante jurado con un extintor. Pero ya no hacía falta. Aún así tiró de la argolla de seguridad y vació el contenido sobre los orientales. Uno de ellos, el de la caja, dió un gran salto desde la posición flexionada y golpeó con su talón el extintor que sujetaba el vigilante. Este resbaló con la espuma del suelo y se cayó.

Entré al aeropuerto y leí los carteles. Era la primera vez que volaba. Me dirigí a un mostrador, saludé y entregué el billete y los dos pasaportes. La señorita me miró con cara de sorpresa:

-Mal empezamos el viaje. Tiene que dirigirse al mostrador 32, allí al fondo. Entregue el billete y sólo uno de los pasaportes. Salvo que viaje su hermano gemelo con usted.

Miré los pasaportes. En ambos aparecía mi foto. En una de ellas con turbante, chilaba y gafas. En la otra, con un tono de piel más oscuro y un gorrito de esos rasta. El nombre en ambos era el mío, ligeramente cambiado: Pablo Al Eresmi, en el primero, Paul Miresmaier, en el segundo. De repente recordé que Dubai era uno de los emiratos árabes. Me guardé el segundo pasaporte en el zapato, di las gracias y me encaminé al mostrador.

Me atendió una mujer vestida con turbante, con un hijab sobre la cabeza y traje de chaqueta, ambos de color negro. Tecleó en un ordenador y me preguntó por el equipaje. Me acordé de la caja. Le pedí disculpas y salí corriendo hacia una de las puertas del aeropuerto. Antes de llegar a ella vi a uno de los chinos que se acercaba con los restos de los paquetes. Me los tendió, envueltos en la chaqueta del vijilante jurado, formando un hatillo; le di las gracias y volví a la mostrador.

-Eso puede llevarlo con usted en la cabina.

Me dio otro billete y el pasaporte y me indicó la puerta 16. Pasé por un arco y sonó una alarma. Me dijeron que me vaciara los bolsillos. Como no llevaba nada en ellos, salvo la tarjeta con lso datos de Natalia, me hicieron pasar a un cuarto estrecho. Me desnudé. Un policía, con guantes blancos, de esos de cirujano, me auscultó.

Luego me dijeron que me vistiera. Cerré todas las cremalleras de los bolsillos del mono, recogí los paquetes desteriorados, hice un par de nudos en la chaqueta que servía de saco y entré en una sala de espera. Abrí el paquete de papel de aluminio que me habían entregado allí afuera. Contenía un bocadillo de mortadela sevillana. Mi preferida. Lo engullí de tres bocados. Busqué una papelera para deshacerme del aluminio. No encontré ninguna, así que volví a la hilera de asientos. Me quité el zapato, saqué el segundo pasaporte y lo envolví con el papel de plata. Un niño, desde el asiento de enfrente me miró, primero con asco, luego con una sonrisa de complicidad. Me notaba rendido. Cerré los ojos. Creo que me dormí.

Me sacó del sopor, del primer sueño la patada del niño. Certera, precisa, infringida con remaches de metal. Alguien debía calzarle con botas antiguas, reforzadas en la puntera. Botas de bombero. Empecé a soñar con bomberos, muñecos vestidos de uniforme azul, casco de plástico, salvo uno de ellos, que lucía gorra. El jefe de los muñequitos g.i. joes, de los madelman. Otra patada me devolvió a la realidad, acompañada de un "dos señoras le buscan, señor".

Abrí los ojos. Primero sorprendido por el término señor que tan ajeno me sonaba. Después por las voces conocidas que llegaban a mi oídos. Miré hacia la zona del arco detector de metales.

Mamá y la abuela, de buenas formas, eso sí, colábanse por el arco detector, arco del triunfo en su caso.

-¡Hijo mío, que ya eres un hombre! ¡Que te vas a Alemania, como tus mayores! ¡Tan orgullosa que estoy!¡Esto es que es por demás, hijo! Que he hablado con Xuan y em ha dicho que te vas a una ciudad, lejísimos, a Dubrai o así, que tienes un trabajo muy importante que realizar allí.
-¡Deja al chico. Que lo vas a asfixiar con tanto beso!¡Qué bonico!
-¡Y mira lo que te traigo!¡Un bocadillín para el viaje y las cosas que se te habían perdido ahí fuera!

Efusivas. Realmente. Dos bocadillos de barra completa, 6 cervezas sin alcohol, tres pepsis, 12 piezas de fruta de verano -melocotones, peras, una piña-, tres tomates, cuatro pepinos, una cebolla, una navaja, dos servilletas de tela y unas tenazas. Sal, vinagre y aceite en una pequeña botella de cristal, de medio litro. Dos platos de loza, tres vasos, una copa y una bolsita con hielos.

Definitivamente, la sala de espera al completo se rindió frente a los encantos humanos.
El agasajo incluía los restos del tubo que contenía la obra que me regaló Natalia, "esto lo decoro yo en un pispas, no te preocupes", palabras de mamá al comprobar el estado de las quemaduras de la lámina que mostraba al watusi desnudo. Junto con el tubo y la pitanza me entregó dos de las bombas falleras.

-Abuela esto es para ti.

Le di la lámina y las bombas.

-Muchas gracias hijo. Y estas, sobre todo, las que se explotan contra el suelo son las que más me gustan. Como no son peligrosas.

Llamaron por los altavoces, me despedí de las dos, recogí los diversos enseres que ocupaban el espacio reservado a tres asientos y me encaminé a la cola del autobús.

-Se bueno.
-Recuerdos de Xuan.
-Llámame cuando llegues.
-¿Tienes dinero?

Estaban eufóricas. Y yo se lo agradecí. Alemania. Dubai. Irse es irse. Sea donde sea.


Etiquetas:

16 de junio de 2006

Eventos laborales


Ahora que dispongo de más tiempo del que desearía tener, me encuentro con la posibilidad de acudir a distintos eventos. No, culturales no, porque he de ahorrar para los próximos meses. Me refiero a los de tipo empresarial.

Ayer me invitaron a asistir a un desayuno de trabajo -¡Qué bien suena!- en el que tenían prevista su participación diversas personas responsables de recursos humanos en mutinacionales, que iban a exponer sus modelos de liderazgo. La apertura corrió a cargo de un consultor que habló de muchas cosas. Debe ser una de las prácticas de la consultoría: Presentar mucho material en muy poco tiempo, a fin de que los asistentes no se hagan una idea clara de lo que quieres decir.

En cualquier caso, habló de lidezargo, mencionando a figuras de la política, el espectáculo y otros sectores o industries. A los asistentes aprecía sonarles a un cúmulo de tópicos. De hecho, se produjo una discusión sobre el liderazgo de Beckham y otros estandartes sociales.

La intervención de los expertos de empresa fue un poco más allá, centrándose en sus retos y dificultades, tratando de pisar suelo. Curiosamente, apenas hablaron sobre qué es el liderazgo para ellos y ellas, dónde lo demandan en la organización y cuáles son las posibles aplicaciones, si es que las tiene. Sí que hicieron referencias a la falta de compromiso de las nuevas generaciones -con las culturas del esfuerzo para nada, supongo-, la necesidad de conciliar trabajo y privacidad, la poca disponibilidad para invertir mucho tiempo en la carrera, viajar a confines recónditos y al carácter reservado, pese a la extraversión aparente, de la población de este país, que dificulta orientar claramente la conciliación entre su trabajo y su vida personal.

Saqué en claro pocas cosas, la verdad. Como la mayoría de las personas que allí estaban, cerca de 100. Sí que obtuve algunas conclusiones con respecto de las prácticas que realizan las organizaciones de "élite", de sus deseos y frustraciones en materia de personas:

-Evalúan a todo el mundo y de manera permanente. Lo hace el área de personal, lo hace la jefatura inmediata y lo hacen los compañeros. Cada año te someten a un reconocimiento. Y toman decisiones en base a los resultados que obtengas.

-Forman en diversas disciplinas a toda la organización.

-Someten a cuestionarios de todo tipo a todo el mundo. Desde personalidad hasta los riesgos que corres en tu carrera, lo que se denomina derailment, descarrilamiento.

-Tienen una estructura de valores donde tratan de incluir elementos como la integridad, el respeto, el progreso personal y la bondad, en conjunto.

-Pagan muy bien, según dicen.

-Se comportan de manera formal pero también normal. Comparten un café con cualquiera con el que coincidan en la máquina de café o en el ascensor.

-Despiden a cualquier persona que no respete a los demás, que sólo mire por los resultados.

Respecto de sus frustraciones:

-Pocos candidatos y empleados quieren dirigir, tomar responsabilidades más allá de sus funciones técnicas.

-Hay pocos candidatos ahí fuera para cualquier puesto.

-El haber realizado un master representa una diferencia entre las personas cada vez más diluida, porque las personas lo cursan, hoy día, por obligación.

-Les faltan líderes.

Al terminar la presentación tuve la impresión de encontrarme en una jaula donde los inquilinos pensabamos que el resto de las personas son las que se encuentran dentro de ella.

Recordé una investigación reciente donde mencionaban que los líderes tienen bastante mala leche, son duros y apenas les tiembla la mano a la hora de presionar al resto de las personas. Que los valores y competencias que se presumen necesarios, como esos que han de ver con la inteligencia emocional, el desarrollo de los colaboradores, la integridad en la actuación y el buen rollito, no están dentro del perfil de los líderes de las organizaciones relevantes o conocidas, ya sea en el sector del cine, de las tecnologías de la información, de la banca o de la distribución. Que la gente con mala leche dirige hoy, al igual que ayer, las empresas principales. Que las otras, las menos conocidas, también tienen predilección por dicho perfil duro.

Sospecho que no es fácil tomar decisiones como enviar a la calle a 3.000, cerrar una línea de negocio o contratar a 300 para el turno de noche y fines de semana con una personalidad de tipo blando, según parece.

Al tiempo recordé otra investigación donde se analiza la tendencia que tienen los directivos a rodearse de iguales, despreciando a quienes no lo son. Y a comunicarse en red con sus similares o idénticos. Poco abiertos, en general, a la diversidad. También me acordé de aquellos que he conocido. Y creo que funcionan así.

Así que noté en mi cerebro la tensión que me producían las informaciones contradictorias que iba mascullando entre la zona profunda del cíngulo y el prefrontal.

Porque aún considerando ciertas las condiciones de trabajo que ofrecen esas organizaciones, se que no contratan a cualquiera, que a la gente le entregan un móvil para estar disponibles a lo largo del día, que a quien envían al exterior le crucifican a la vuelta, que no consideran las condiciones personales a la hora de contratar ni de enviarles a la Conchinchina, que les asustan con frecuencia, que les ocultan información de la que debieran disponer, que toman decisiones a sus espaldas. Así que es normal que las personas se conduzcan de una forma ligeramente distinta a las expectativas depositadas en ellas. Sobre todo, cuando no se les informa con sinceridad.

Opté por parar en un bar y tomarme unas cervezas con una amiga. La madre y el hijo que lo regentan me parecieron encantadores, en comparación con los encorbatados del evento. Algo no me cuadraba entre los mensajes que había recibido de ellos y las opiniones que bullían en mi cabeza. Claro que estaban provocadas por el aburrimiento, principalmente. Así que solicité otro par de cervezas y la cuenta.



14 de junio de 2006

Pablo: Der Bayerischen Modernistchen Bauhaus


El escaparate del local permitía ver un mostrador refrigerado de unos cuatro metros de largo, sobre el que exudaban un par de jamones en su tercera juventud, entecos. Las bandejas, semivacías, mostraban unas ristras de choricitos del infierno y de morcillas amojamadas, rodeadas por el líquido viscoso depositado por los perniles ibéricos, dándole a la vitrina un aspecto de cuadro hiperrealista, de obra naturalista.

Ella salió del restaurante acompañada por un hombretón pelirrojo, vestido de payés balear, camisa oscura, casi negra, de fina raya gris, pantalón liso del mismo color, y espardenyes. Lucía una gran llave alrededor del cuello y dos medallas militares sobre la pechera. Fumaba una pipa de maíz y rodeaba la cintura de la chica con una manaza enrojecida y velluda.

Ella nos presentó, sin mencionar su nombre, con un: "Este es Pablo"; estrechamos nuestras manos –él me la trituró-, me miró de forma anómala, entre bisojo y afectuoso, interrogante en cualquier caso. Pensé que se acostaba con ella; que mientras lo hacían esos ojos estrábicos quedarían en blanco enseñando un hilillo de espuma se le escaparía de la comisura, un tanto caída hacia la izquierda, en mueca cínica. Me recordó a otro pelirrojo. Pero soy mal fisonomista, hasta el extremo de encontrarme con mi abuela en la cola de la panadería y no reconocerla, aunque en ese momento la esté observando haciendo mimitos a la criatura de alguna compradora.

Esa imagen, la de ambos tumbados donde yo acababa de hacerlo, me provocaba la sensación de proximidad a este hombre. Ella –porque aún desconocía su nombre- nos acercaba. Caí en la cuenta de que había disfrutado por primera vez, de una relación completa con una persona desconocida, con esta mujer. Bueno, la primera vez que lo había hecho con cualquier otra persona fuera de mi imaginación. Pero, ¿acaso no era eso lo que buscaba al entrar en aquella perfumería, detrás de ella?

Caminamos durante unos minutos hasta detenernos delante de una puerta de doble hoja, en madera repujada con motivos de abanico y dos enormes aldabas de igual forma. El mozetón de pelo y barba taheños abrió la puerta con la enorme llave y encendió la luz del almacén de ferretería. Eran un conjunto de luminarias festivas, como las que se ubican en las calles en día de fiesta, situadas cerca del techo, del que colgaban formaban el esqueleto multicolor de una carpa de feria o de circo. La nave había sido una antigua caballeriza o cuadra. Cada uno de los establos estaba decorado con un letrero de neón, señalizando las diversas secciones del local: Papelería, ferretería, armería, jardinería…

Nos dirigimos a la zona de ferretería. La pared ubicada tras el mostrador estaba cubierta por un mural con cajones diminutos, señalizados con claves numéricas escritas con rotuladores de diversos colores. No existía un orden en el uso de esos colores. Parecía como si a medida que hubieran ido gastándose los de uno, hubieran empleado otros, al albur. El efecto quedaba un tanto desordenado.

El bermejo se adentró en el antiguo establo y me preguntó, forzando el rictus de la cara:

-¿Qué va ser entonces?

Le di el papel, lo leyó, abrió diversos cajones y fue colocando sobre la tabla varios rollos de bramante y de etiquetas. Mientras hacía su trabajo eché un vistazo a las distintas secciones. En la de papelería destacaba una hornacina de pie, como un expositor en forma de cubo, que giraba sobre un eje y exhibía plumas de escritura de una belleza y antigüedad, sorprendentes. Junto a él, una mesa auxiliar mostraba algunos folletos de viaje de Julia Tours. Un peculiar conjunto, que a lo mejor guardaba la lógica de la escritura con pluma. Si comprara una y me fuera de viaje, lejos, podría enviar tarjetas postales escritas sobre el velador de una terraza de cafetería, escritas en tinta de color sepia o azul tungsteno. Una imagen que me trajo otras a la cabeza, como la de un espía en alguna película antigua que utilizaba una Parker 51 para enviarle una nota secreta a otra persona sentada unas mesas más allá de la suya.

-¡Ya está todo! ¿Para qué es todo este material?

Salí de mi ensimismamiento, cerré la pluma, mentalmente, antes de que la tinta se secara y contesté:

-Para unas muñecas. Unas muñecas chinas.

-¿Mercado nacional o de exportación?

-Para Europa, creo. Se fabrican en Madrid.

-Entonces te añado dos rollos de marcación. En total veinte mil etiquetas.

Lo introdujo todo en una caja de madera de balsa, rotulada con el nombre Chiquita, salió del mostrador, saltando con agilidad sobre él y la depositó en el suelo. Le di el dinero; sin mirarlo se lo guardó en el bolsillo trasero, me dio una factura sellada con unos extraños signos, cirílicos o griegos, porque no los entendía, cogí la caja y nos encaminamos hacia el fondo de la nave. Salimos por una puerta más pequeña, moderna, de hojas de cristal, que se abrieron de forma automática. Marcó unas cifras en una central de alarma y las hojas traslúcidas quedaron cubiertas por otra metálica, que lucía un logotipo en color rojo: Der Bayerischen Modernistchen Bauhaus. Las letras
capitales se entrecruzaban formando un símbolo, BMB.
Enfrente de nosoros había una torre, de iglesia o ayuntamiento, mostrando un enorme reloj. Marcaba las cuatro menos cuarto.

-¡Los petardos!

Me miraron al unísono, soltándose de la cintura y exclamando al tiempo:

-¿Qué? Definitivamente, entre ellos existía alguna relación.

-¿Tiene usted petardos?

-Llevo alguno en el bolsillo, pero a estas horas muchas personas están durmiendo, así que deberías esperar un tiempo para usarlos, si no quieres salir escaldado del barrio.

-No, que si tiene en la tienda. Para venderme algunos. Es un encargo.

-Sí, claro. Y no me llames de usted, llámame Obdu, de Obdulio. Anda, vamos a dar la vuelta para entrar por la puerta de atrás. ¿Nos esperas aquí con la caja, nena?

Asintió. Dejé la caja en el suelo y caminé detrás del panocho, hasta que llegamos a la puerta de madera. Volvió a abrirla y entramos. Se dirigió al establo señalizado con el letrero de material fungible, sacó un enorme cajón de debajo del mostrador y me preguntó qué tipo de petardos quería.

-Son para mi abuela. Un poco de todo, ¿no? ¿Son muy caros?

-¿Cuánto quieres gastar?

-No tengo dinero ya. Porque antes se lo di, perdón, te lo di todo.

-Entonces, espera un momento. Abrió una trampilla en el suelo, bajó tres escalones y giró el casquillo de una bombilla hasta encender la luz. Siguió bajando por el sótano, hasta que se perdió de vista. Sólo se veía su pelo rojo, mientras revolvía –por el ruido- en algunas cajas de cartón. Volvió a aparecer, con una bolsa en la mano.

-Llévate estos. Te los regalo. Es que ya no se pueden vender, pero funcionan mejor que los legales. A tu abuela le gustarán. He añadido unas bombas de las que explotan al lanzarlas con fuerza sobre el suelo. Le recordarán a su infancia, aunque estas contienen doscientos gramos de explosivo.

-Gracias, Obdu. Tuve la tentación de mirar dentro de la bolsa, pero me contuve, por educación. Al fin y al cabo, eran un regalo.

Caminamos hacia la puerta moderna, por la que salimos. Volvió a marcar la clave y nos encontramos en la calle, nuevamente.

-Bueno, yo tengo que marcharme ya, porque he quedado a las cuatro y son ya, casi. EL reloj de la torre señalaba a las once con su larga aguja, rematada por un pájaro. ¿Un pájaro? Un enorme cuervo descansaba sobre la aguja del minutero. Pensé que a las cuatro y media finalizaría su siesta y de forma bastante abrupta, salvo que se despertara antes.

-Pues date prisa, porque en realidad son las cuatro y media. Ese pájaro hace que se retrase el reloj del campanario todas las tardes.

-¿Volverás? Bueno, aquí tienes mis datos de localización en el universo. La casa nueve, como la llamó alguien hace años.

Me entregó una tarjeta de plástico, como las bancarias, aunque supongo que no contenía saldo, de color verde musgo. Las letras, en blanco, componían sus datos personales, dibujando una espiral, cuyo centro lo ocupaba el nombre, Natalia, seguida por los apellidos, teléfono, email, sms y dirección. Natalia Roig Wasserhung. La miré, sonrió, se acercó y me besó profundamente, como un amante a otro.

-Bueno, llámame cuando puedas o cuando quieras. O mejor, conéctate a Internet y busca mi dirección sms. Pero no lo hagas antes de un año. Deja que volvamos a ser extraños antes del reencuentro. Que el universo fluya.

Le extendí la mano a Obdu, que hizo un gesto deja vu, un saludo cansino. No le había gustado la familiaridad de Natalia con un extraño. A lo mejor le había tocado vivir momentos parecidos en otras ocasiones. El extranjero atracción. La novedad produce una sensación de euforia parecida a la del primer día de vacaciones, cuando dudas entre abrir la maleta y colocar los enseres en el armario o bajar directamente hasta la playa, antes de que se escape la plenitud y se inicie la cuenta atrás. Me eché la caja sobre el hombro, y me puse a caminar en dirección a la plaza donde había quedado con Norberto.

Estaba junto a la fuente central, haciendo un juego de malabares con tres mandarinas frente a dos chicas. La tercera mandarina se le cayó en varias ocasiones. Se agachaba con rapidez y mientras la recogía miraba desde abajo las piernas de las chicas, que reían a carcajadas. Al escuchar el arrastrar de mis pies sobre la gravilla me miró y gritó:

-¡Tú, chico, apúrate!, que quiero presentarte a mis dos buenas amigas Carla y Camila, de Camaguey. ¿No? Anden, díganle al español de donde se me son, princesas.

-¡De Canadá! Nacimos allá, donde dice él, pero tenemos la nacionalidad canadiense. Sus voces, unísono duo de perlas negras, apenas me elevaron la atención un grado. Pensaba en Natalia. Pero sobre todo, estaba concentrado en el peso de la caja sobre mi hombro derecho. En todo el trayecto no había podido cambiarla de lado, por falta de fuerzas para levantarla sobre mi cabeza, así que mi sombra, alargada a estas horas, presentaba a un jorobado de hombro derecho. Un Sísifo de brazos larguísimos.

Al llegar a su altura me salió un ¡Hola! En un hilo de voz.

-¡Chico, sólo eso! Dales un ósculo a cada una de las señoritas. Se bueno. Pero, ¡No jodá que no comiste! Se te ve desmayado. Por cierto, ¿compraste los intereses de Xuan?

-Los compré, los compré. Están en la caja. ¿Puedes ayudarme?

La descargó de mi hombro sin dificultad alguna y la colocó en el suelo. Junto con el material y la bolsa de petardos había una especie de caleidoscopio gigante, un tubo de colores, de los que se emplean para transportar planos o láminas enrollados sobre sí. En el tubo había una nota de color verde, pegada con papel celo. Pero no me pude agachar a verlo. No podía moverme aún. Norberto lo sacó de la caja y me lo acercó, diciendo:

-¿Qué es esto, chico?

Con esfuerzo estiré el brazo que seguía recogido sobre mi hombro, como si aún sostuviera la caja, arranqué la nota del tubo que sostenía él y la leí: "Tampoco está tan mal lo tuyo. Con mil amores repetiría, repetiré. N."

-¿No lo vas a abrir para que lo veamos?

-No, si acaso más tarde. Anda, vámonos hasta la Van y guardamos la caja. ¿Te importa llevarla?

Supuse, bueno, supe lo que contenía la caja. El cuadro del miembro del watusi. Me reí para mis adentros. A partir de ahora me llamaría a mi mismo watusi ante el espejo. ¿Y la lámina? La colgaría en el cuarto de mi abuela. Porque mi madre no permitiría que la pusiera en el mío. Y de paso taparía algún desconchón de la pared. Además, que mi abuela no se opondría a una manifestación de belleza. Con lo que le gusta la zarzuela, algunas de ellas tan desproporcionadas como el desnudo de la foto.

Llegamos a la furgoneta. Por el camino, Norberto me dijo que las chicas viajarían con nosotros hasta el local de carretera en el que habíamos almorzado. Dejamos la caja de madera en la caja del vehículo y nos encaminamos hacia la playa, porque Norberto aún tenía que hacer un recado en la Malvarrosa, en la playa.

En un callejón aparecieron tres figuras delante de nosotros, ataviadas de falleras. Dos muy altas y una tercera del tamaño de un niño de seis o siete años. Se dirigieron a Norberto y cuchichearon durante unos minutos. Él me miró, se encogió de hombros y dijo: ¡Okay, okay!

Las dos falleras mayores, quiero decir, altas, se me acercaron, me tomaron en volandas y me llevaron hacia la furgoneta. Me hacían daño en las axilas. Al llegar hasta ella esperaron a que el dominicano la abriera. La figura pequeña, una mujer muy mayor y de rasgos orientales cogió la caja, hizo una señal a las dos figuras que me sostenían en vilo y nos dirigimos los cuatro hacia un vehículo funerario. Me metieron en la parte de atrás, junto a un féretro pequeño y de color blanco, abierto, en el que había distintas botellas de licor, rodeadas de hielo. Cerraron la portezuela trasera y se acomodaron en el asiento delantero. La figura más pequeña se colocó unos zapatos muy altos, de plataforma, situó unos cojines en el asiento del conductor, se sentó y arrancó haciendo chirriar las ruedas.

Sabía que tenía que decir algo. Pero a lo mejor no me entendían. Las tres figuras tenían rasgos orientales. Durante el trayecto por una autovía de varios carriles, miré los carteles. Uno llamó mi atención: A Manises, 7 kilómetros.

Etiquetas:

3 de junio de 2006

Delanteras, delanteros y forwards

Las delanteras, en algunos deportes, se caracterizan por el peso que, en conjunto, pueden llegar a alcanzar. Con la proximidad del mundial de fútbol, parece que pocos equipos acumulan kilos en los forward.

Algún que otro de más de 1'95 mts, siendo la mayor parte de ellos ágiles y con gran habilidad en las manos, perdón en los pies.

En el caso de estas delanteras, las de rugby, como estos Allblacks de Nueva Zelanda, la cintura tiende a ser rígida, las piernas gruesas, con el centro de gravedad muy próximo al suelo, buscando la potencia en la melé, esa jugada tan varonil en la que unos envaran sus cabezas entre las piernas de otros, buscando la gloria a fuerza de empuje, de kilos de potencia bruta.

En el rugby esa capacidad de combate, esa acumulación de resistencia medida en miles de libras te garantiza disponer de una gran ventaja ante equipos más ligeros, como la selección española, pongamos como ejemplo. La gente de Arquitectura de la Complutense no suele alcanzar esos volúmenes.

La segunda foto, la de la selección batasuna sorprende porque a pesar del poco peso que acumulan -salvo un par de excepciones, los delanteros del ala izquierda, Olatz y Rufino, kale borroca y eta, respectivamente- transpiran cintura rígida, un punto de gravedad excesivo y maneras abruptas.

Los gestos humanos, que caracterizan incluso a los niños ciegos, como las manos abiertas, apenas emergen en Elena, 3ª por la izquierda, señorita maestra de 51 años, sindicato LAB, más recorrido negociador, indudablemente.

El pater del grupo rol que muestra abiertamente, con ese descansar de manos en el regazo, característico de los religiosos de alcurnia: modales suaves, mano firme. El resto, denota poco relajo, pocas maneras. Será la falta de costumbre.

Claro que previo a cualquier combate, a cualquier negociación, los pusilánimes solemos mostrar nuestros peores modos, como advirtiendo que no estamos dispuestos a negociar: brazos en jarras, manos ocultas, para que nadie nos pida estrecharla, prendas ad hoc. Un tanto demudados. Transparentes en la actitud, traicionados por las maneras.

Un síntoma preocupante cuando vas a negociar es encontrarte con posturas enfrentadas en el otro lado. Jamás sabrán cuando el trato es adecuado, perfecto, para iniciados. Claro que las manos sin pistolas, sin cigarrillos, sin bolis, estorban.

Salvo que seas un Allblack. En esa circunstancia, rodeas a tus compañeros por los hombros y te dispones a jugar un partido limpio, con la confianza que inspira poder tocar a los otros, a los miembros de tu equipo.

Igual se trata de los reservas. Pues da miedo tener que educarles para negociar, digo para jugar. Y más de forwards. Faltan kilos. Y quizás modales. Quizás. A ver si les echan una mano los jesuitas.